Durante enero y febrero, disfrutá de las lecturas de verano: fragmentos del #LibroCafé.
Para el hombre social, vivir es desgastarse más o menos rápido. Si fuera cierta la vieja máxima de Honoré de Balzac, para los antiguos monjes sufíes, su infusión de agua caliente y semillas vegetales habría allanado el camino a la longevidad; para los padres de familia estadounidenses sugestionados por las agoreras advertencias de Postum, el café habría pavimentado una autopista a la muerte prematura. En la primera mitad del siglo XIX, Balzac fue el novelista francés que se propuso compilar la monumental obra de “lo humano” y, más que otra cosa, fue un hombre de su tiempo: la primera descripción de su carácter que destaca la enciclopedia es “trabajador infatigable” y, en su afán por “hacerle la competencia al registro civil”, como decía, esas horas de tarea sin renuncios eran dedicadas al esfuerzo titánico: compilar todos los aspectos de la trágica comedia humana. En su odisea intelectual, se estimulaba con la droga de la época, treinta, cuarenta, ¡cincuenta! tazas de café por día. Si “todo exceso se funda en un placer que el hombre quiere repetir más allá de las leyes ordinarias promulgadas por la naturaleza”, como ya se dijo, Balzac observó en sí mismo el germen de una aberración que se extendía a toda la raza: la sobredosis de café, de té, de aguardiente o de tabaco sería la responsable del exterminio, porque el hombre tiene apenas una cantidad limitada de fuerza vital que está repartida entre la circulación sanguínea, mucosa y nerviosa; y cualquiera podría suponer que aquellos vicios consumen las mucosas, por lo cual absorber una en provecho de la otra será causar un tercio de la muerte (“cuando Francia envía quinientos mil hombres a los Pirineos, no los tiene sobre el Rin”, repetía: “Lo mismo vale para el hombre”). Embriagado de café, obsesionado por las mutaciones que las sustancias provocarían en las sociedades occidentales mientras las excitaciones patricias se activaban en el Procope o en el Laurent (también se dijo: ningún tema de lo humano le era ajeno), Balzac se consagró como el arquetipo del intelectual cafeinómano aun cuando en sus años finales haya escrito el irritante y maravilloso Tratado de los excitantes modernos (1839), o acaso por eso mismo, un brulote de 60 páginas contra el café, con la tirria del hipocondríaco convencido de una muerte segura e inminente, tal vez un conjuro para desgastarse menos rápido.
El planteo de la cuestión es claro: a mediados del 1800, la sustancia introducida en la rutina humana registraba una “expansión tan desmedida” que las sociedades podrían resultar modificadas. El apocalipsis no llegaría con la caída de un meteorito gigante ni con una invasión extraterrestre: sería un veneno que habría tomado la forma y el gusto de un café au lait. Ahí donde los órganos del cuerpo actúen como ministros de los placeres, los hombres encontrarían un goce maníaco en la repetición. “La Naturaleza dispone que todos los órganos participen de la vida en proporciones iguales, mientras que la sociedad desarrolla en los hombres una suerte de inclinación por tal o cual placer, cuya satisfacción provee a tal o cual órgano más fuerza de la que debe recibir, y en muchos casos incluso toda la fuerza”, escribió Balzac, quien anhelaba jactarse de ser un moderado. Pero no. Su legado estuvo completo recién añares después de su muerte, cuando un grupo de britpop celebró que los jóvenes modernos de fines del siglo XX eternizaran sus devaneos “leyendo Balzac, golpeándose con Prozac” como una respuesta a las exigencias puritanas (en la canción de Blur, Country House). Debatido entre el hombre de genio que adolecía de “frigidez” y el casanova que se pasaba la vida al pie de divanes ocupados por “mujeres infinitamente atractivas”, creía que la fuerza verdadera se encuentra entre esos dos excesos.
Si todo fanatismo de adulto deriva del intento de resolución de un trauma infantil, se cuenta que Balzac, en sus jóvenes años del pupilaje escolar, se endeudó con un celador corrupto que le vendió de contrabando una provisión de granos de café, lo que por entonces era un tesoro exótico y oneroso. Detrás del trauma siempre se esconde una madre: desapegada y desdeñosa, a ésta se la inculpó como la responsable de las adicciones del hijo y de su inclinación romántica por las señoras mayores, en búsqueda de un pecho consolador: Edipo puro. Ya de adulto, Balzac se acostaba después del mediodía y se levantaba antes de la medianoche, para entregarse durante toda la madrugada y la mañana siguiente a su trasnochada producción literaria; para mantenerse alerta, consumía litros de café en dosis cada vez más altas. Siempre oscura, la cafeína llegaba en auxilio de la musa y lo sumía en un estupor frenético, como el que a sus aún jóvenes 51 años le provocó la muerte: según el doctor Nacquart, que lo atendía desde adolescente, “una antigua afección cardíaca, agravada por trabajar durante toda la noche y por el uso, o más bien, el abuso de café, al que recurría con el propósito de contrarrestar la propensión natural del hombre a dormir, había empeorado ahora fatalmente”. Mientras el daguerrotipo de la época lo muestre apenas contenido adentro de los límites textiles de una camisa que no alcanza a reprimir sus pliegues y con el gesto turbio en la mirada fuera de campo, esa imposición por contenerse en el exceso lo llevó al día en que, enceguecido por el café, empezó a masticar granos crudos como penosa penitencia de autopurgación (“un método horrible y brutal que sólo le recomiendo a hombres de excesivo vigor”). En la infusión, Balzac olía un agente ponzoñoso que terminaría con el hombre en tanto no pueda encontrar un término medio: si es casto, muere por exceso de trabajo; si no lo es, lo mata el desenfreno en los placeres sensuales.
Ahí donde hubo un adicto después aparece un converso: horrorizado por la hybris del muy ilustrado Voltaire, orgulloso bebedor de ochenta tazas por día, en sus años finales Balzac por fin quiso ser un modelo virtuoso de temperancia: “El café produce una suerte de excitación nerviosa semejante al enojo: alzamos la voz; nuestros gestos expresan una impaciencia enfermiza; queremos que todo fluya como fluyen las ideas”. En tanto observador, era indigno para él desconocer los efectos de la ebriedad: tomó cantidades industriales de aguardiente para demostrar que “la embriaguez es un envenenamiento momentáneo”, fumó como una chimenea en una época “en que las mujeres están más expuestas al humo de los cigarros que al fuego del amor”, tragó tantos litros de té que temió quedar tan lívido y transparente como para que un buen señor inglés tenga luz para leer el Times apenas poniendo una lámpara a través suyo. Pero el café era su pasión indisimulable: “Muchas personas le atribuyen el poder de estimular el genio; pero todo el mundo puede constatar que los aburridos aburren aún más después de haberlo tomado”. Aunque los almacenes y los bares de París hayan estado abiertos hasta medianoche, eso no hizo más ingeniosos a muchos autores: sucede que el café produce una “torrefacción interior”. ¡Hierven las entrañas, se queman las ideas! Balzac se permitió corregir a Brillat-Savarin, autor de la Fisiología del gusto, y lo amplió con el argumento cientificista: “Actúa sobre el diafragma y el plexo del estómago, desde donde sube al cerebro por medio de irradiaciones imperceptibles que escapan a todo análisis”. El motivo de sus desvelos era el tanino, la sustancia que da el sabor astringente al vino como al café o el té, pero entonces “una sustancia maligna que los químicos aún no han estudiado lo suficiente”. Puesto a defender sus argumentos, Balzac recopilaba las más insólitas moralejas edificantes: “En Londres, existe un hombre a quien el consumo inmoderado de café ha torcido como a esos viejos gotosos llenos de nudos. Conocí a un grabador parisino que tardó cinco años en curarse del estado en que lo había dejado su adicción al café. Por último, hace poco, un artista, Chenavard, murió quemado: entraba en los bares como un obrero entra en un cabaret: en cualquier momento”.
Más aburrido que en sus tiempos de inmoderado, aunque siempre agudo en sus razonamientos (jamás en sus emprendimientos comerciales: iba de quiebra en quiebra), Balzac pretendía erigirse como un paródico modelo de conducta. Abnegado defensor de los hombres de naturaleza débil, poco dotados para la tarea intelectual o amatoria, a quienes el café provocaría una congestión cerebral más narcótica que estimulante, repetía en las tertulias, para consternación de las damas de sociedad, sus fábulas sobre las lejanas tribus de abisinios impotentes por sobredosis de infusión, con el terror que usa un párroco contra la masturbación en tanto pueda dejar ciegos o bobos a sus jóvenes feligreses. Si es cierto que la fórmula de la comedia es “tragedia más tiempo”, el autor de La comedia humana hizo de su calvario un consejo para el estoico que, como él, se anime a masticar café molido sin agua en ayunas y entonces pueda sentir, ya no las trompetas del mariscal que anuncie la última batalla, sino la epifanía de un soldado que encuentra la inspiración en el instante final: “A partir de ese momento, todo se agita: las ideas se movilizan como los batallones de un gran ejército en el campo de batalla, y la batalla comienza. Los recuerdos llegan a paso de carga, desplegando sus banderas; la caballería ligera de las comparaciones desfila con un magnífico galope; la artillería de la lógica acude con sus carros y sus cartuchos de cañón; las agudezas llegan como tiradores; se forman figuras; el papel se llena de tinta; así, de principio a fin, la vigilia transcurre entre torrentes de agua negra como la pólvora de las batallas”.
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