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El último rey del café

Durante enero y febrero, disfrutá de las lecturas de verano: fragmentos del #LibroCafé.

Idi Amin
Con el gesto turbio y los hombros combados por el peso de las charreteras, el Gran Dictador quiere convencer al súbdito de su igualdad para los privilegios: “Pregúntele a mis soldados: nunca he comido sino después que ellos”. Lo que se insinúa como semejanza en realidad es paranoia: teme que lo envenenen. O acaso haya sido la debilidad de reservar los postres y el café como lo mejor de la cena de quien, se decía entonces, era caníbal. Impredecible y con la mano firme, el general Idi Amin fue el dictador que en los años ’70 le dio a Uganda el apodo de “el gran matadero”, con un saldo atroz de entre 100.000 y 500.000 muertos. Aunque temeroso de los desleales que pudieran asesinarlo, se movía con la impunidad del que había soñado la fecha y el lugar exactos de su muerte: apoyaba la dictadura de ultraderecha de Augusto Pinochet en Chile y recibía protección de la Unión Soviética, tenía simpatía con Golda Meir, primera ministra de Israel, y reconocía “hermandad” con el dictador libio Muammar Kadafi. Brutal y encantador, casi analfabeto pero brillante en la táctica política, Idi Amin encarnaba el ideal panafricano setentista: “Somos el black power”. 
Cuando derrocó al presidente Milton Obote, en 1971, Uganda exportaba cobre, algodón y café. Ocho años más tarde, toda la industria casi había desaparecido y los altos precios internacionales del grano alimentaban las fortunas personales de los capos del régimen. Entre los cafetos, el horror: las plantaciones de las provincias se convertían en cementerios a cielo abierto de los opositores al régimen y, aunque la catastrófica gestión económica había disminuido un 35 por ciento las exportaciones, la Helada Negra del Brasil y el aumento de la cotización internacional del café llevaban dólares frescos hasta Uganda, donde Idi Amin vivía como un Hugh Hefner rodeado por conejitas de chocolate. Como sucedía en Angola, en esa parte de África se cultivaba la variedad robusta, la coffea canephora en su nombre científico: menos melindrosa en los cuidados, y poco estimulante en su gusto, el experto bebedor dirá que tiene un sabor “plano”.
“La mano dura es lo único que entienden los africanos”, dice un cínico agente del MI6, el servicio secreto inglés, en El último rey de Escocia (The Last King of Scotland, 2006) la película de Kevin MacDonald que recrea los delirios megalómanos del dictador, en el cuerpazo del enorme actor Forest Whitaker. ¿Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia? En marzo de 1977, el bienpensante diario The New York Times denunció que los Estados Unidos pagaban por el café de Uganda más de 200 millones de dólares al año, que servían para financiar los caprichos del líder corrupto y comprar las lealtades de su esperpéntico ejército, mientras que el 80 por ciento de la población apenas levantaba la cabeza por encima de la línea de pobreza. Entonces se organizó el boicot. Ahí donde Idi Amin recibiera azúcares de Fidel Castro, el gobierno de Jimmy Carter estaría dispuesto a no tragar una gota más del amargo café ugandés. El demócrata Donald J. Pease, congresista por Ohio, presentó un proyecto para declarar el bloqueo al café de Uganda como un método de ahogo para el dictador africano. La ecuación era brutal: en los Estados Unidos, sólo el 6 por ciento de las importaciones de café venían desde Uganda, pero ese comercio representaba para el paisito africano el 30 por ciento de sus exportaciones. Siempre trémulas en sus declaraciones, las multinacionales Procter & Gamble, Nestlé y General Foods emitieron un comunicado donde se consternaban por lo “horrendas y moralmente repugnantes” que eran las matazas, pero… se negaban a sumarse al boicot a menos que el Gobierno las obligara. Por robusto, barato y poco ambicioso, el café de Uganda era un ingrediente más en las mediocres fórmulas de jugo de paraguas con las que llenaban las tazas de los camioneros norteamericanos.
Casi un año más tarde, y con la insistencia del demócrata Pease, el Congreso de los Estados Unidos formó una comisión para tratar el “caso Uganda” y allí recibieron el testimonio de varios exiliados. Uno de ellos era Remigius Kintu, hijo de un productor de café, que por milagro pudo escapar de la dictadura para contar qué pasaba. Había campos de concentración por todo el país. Los opositores eran exterminados. Los sospechosos, desaparecidos. Los prisioneros, obligados a beber la orina de sus guardias y a arrastrarse, esposados, sobre metros y metros de vidrios rotos. Si era cierto que “Uganda está ahogada en odio”, como dice un buen doctor en El último rey de Escocia, el gobierno yanqui se disponía a evangelizar con el apriete: a finales de julio de 1978, el Congreso aprobó el embargo contra el café ugandés, pero ningún otro país quiso apoyar la medida. Siempre atentas a las relaciones públicas, Procter & Gamble, Nestlé y General Foods se apuraron a cancelar las compras del grano africano: el diario The Washington Post, que pocos años antes había destapado el escándalo de Watergate, gracias al cual Idi Amin había declarado “hermandad” también con Richard Nixon, acusaba a las empresas de “sostener el régimen fascista e inhumano de Idi Amin”.
Al dictador se le secaba la boca. El boicot al café ugandés fue la gota que derramó la taza. En abril de 1979, las arcas vacías del Estado y los chispazos bélicos con la vecina Tanzania terminaron con su gobierno y el Gran Dictador dejó el palacio presidencial en helicóptero. Un mes después se levantó el boicot estadounidense al café ugandés y, aunque los manoduras que siguieron fueron casi tan brutales como los anteriores, a nadie se le ocurrió exigir otro bloqueo. Paranoico y resentido, Idi Amin terminó sus días en los dos últimos pisos de un lujoso hotel en Arabia Saudita, donde la familia real le dio asilo, añorando las pantagruélicas sobremesas regadas con café ugandés. Falleció en el año 2003 en la ciudad árabe de Yida, de viejo y como huésped privilegiado de un exilio dorado. Nadie supo nunca si esa fecha y ese lugar eran los que había soñado para su muerte.

Podés leer esto y mucho más en el #LibroCafé: de Etiopía a Starbucks, la historia secreta de la bebida más amada y odiada del mundo.

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.