“¿Podré calentar el agua en que me baño? No, si tienes en estima la jovialidad. ¿Podré abrigarme con muchas prendas? No, si tu objetivo es la pureza. ¿Podré prolongar mis horas de vigilia después de que anochezca, consumiendo aceites animales y perdiéndome así la luz del día siguiente? No, si pretendes tener una mente despejada”. Las instrucciones para la fundación de una comuna estadounidense en el siglo XIX podrían ser las mismas con las que machacan en Midsommar, la película que llegó a los cines esta semana y que tal vez sea la mejor del año: una comuna sueca en pleno siglo XXI donde sus integrantes se proponen vivir apartados de la sociedad persiguiendo la belleza, la virtud, la justicia y el amor… hasta que todo se desmadra. Parece una película de terror (por momentos lo es) pero en su naturaleza revulsiva expresa una reacción de época: la utopía renace mientras en la cultura pop impera la distopía. La ficción nos muestra un futuro indeseable.
Con Midsommar, la utopía se manifiesta en una época de distopías: en un mundo invivible, es el único lugar que queda para el anhelo.
El edén tardío es una fantasía tentadora para cualquiera que viva ahogado por el sistema. En la aldea bucólica de Midsommar, un ritual que se celebra cada noventa años devela el horror que no necesita de la oscuridad para esconder lo monstruoso: sucede durante el solsticio de verano, cuando nunca se hace de noche. Cuatro jóvenes estadounidenses son invitados a compartir la liturgia pero todo estalla cuando uno de ellos hace pis sobre un árbol sagrado. ¿Por qué ese árbol y no otro? La creación de un culto siempre exige reglas antojadizas (bañarse con agua fría o ir desabrigado) y la utopía, aun con fines nobles si los tuviera, se vale de ofrendas y sacrificios: para vivir en libertad impone reglas represivas. Y esa paradoja la condena al fracaso o el espanto. Junto con el estreno de Midsommar se publican el libro Fruitlands, de Louisa May Alcott, donde la autora de Mujercitas recuerda los meses que vivió en una comuna utópica cerca de Harvard en la que todo fue alegría hasta la primera tormenta, y El oasis, la novela de Mary McCarthy que narra el desastre de unos intelectuales que fundan en las montañas una comuna llamada, justamente, Utopía: si un saber popular dice que todos somos machos hasta que la cucaracha vuela, ¿qué pasa cuando descubren que necesitan algo más que filosofía para sobrevivir?
En un mundo invivible, la utopía es el último lugar que queda para el anhelo: que el nuevo hombre se resista al calefón o el suetercito, pero que vigile el lugar donde le entren las ganas de ir al baño. Apenas unas gotitas pueden provocar un maremoto.