Ahora obsesionados con la diferencia entre bullish y bearish, los argentinos vivimos hablando de plata. Será porque nos falta (lo que confirma el refrán “dime de lo que haces alarde y te diré de lo que careces”). Si es cierto que enfrentar una crisis cada diez años también es una forma, fallida pero forma al fin, de estabilidad, la novela La ficción del ahorro, de la escritora misionera Carmen M. Cáceres, es rabiosamente actual: sucede en diciembre de 2001, el año de la odisea, cuando a la hija adolescente de un matrimonio de clase media le piden que acompañe al padrastro al banco para retirar un montón de dólares de una caja de seguridad. No se le aclara cuánto es, para qué lo quieren ni qué se espera de ella: en la Argentina, el dinero es un gran malentendido.
Una novela ambientada en diciembre de 2001 sobre el monotema que quita el sueño a los argentinos: el dinero.
“Sé que no voy a contarle a nadie lo que estamos haciendo y este silencio en torno a los ahorros me une para siempre a la clase media argentina”, dice la piba, que lleva los fajos de billetes verdes pegados a la panza con cinta adhesiva para despistar a los eventuales ladrones. La crisis, el calor y el malestar convierten cada fajo en un tesoro incómodo. Mito y anhelo, el “canuto” constituye la razón de ser del esfuerzo y la picardía del empleado o el cuentapropista. No del dueño: una vez, un tipo muy millonario me dijo “el ahorro es la base de la miseria”. Al rico no se le ocurre esconder la plata sino mostrarla, nunca guardarla sino moverla: que se multiplique, como los panes y los peces. En cambio, el ahorrista organiza su vida en torno a una posibilidad en el mediano plazo, lo que esos dólares signifiquen como promesa de valor: el departamentito en la costa, el cero kilómetro, el televisor de 60 pulgadas. “El ahorro moldea la imaginación”, escribe Cáceres: “La historia del ahorro, por lo tanto, es una posible historia de la fantasía humana”.
En La ficción del ahorro, los dólares emanan un aura seria, “una importancia cargada de complejo nacional” en tanto supongan un valor derivado de su cotización y su extranjería. Las peripecias de los ahorristas convirtieron a los argentinos en profetas de emergencias (“en los medios dicen que después de restringir el efectivo en los cajeros, el gobierno va a confiscar las cajas de seguridad”) y expertos en resiliencia, como se dice ahora a la capacidad de adaptarse a la adversidad. “Si ahorrar es vivir en otro tiempo, desahorrar es alojarse en un presente radical”, compara Cáceres: “Esa ha sido siempre la verdadera alquimia de la clase media argentina: su voluptuosa capacidad para transmutar la energía no en prosperidad, sino en permanencia”. Una especulación: la novela se conecta con El incendio, la película de Juan Schnitman en la que una joven pareja porteña entra en crisis cuando tiene que llevar cien mil dólares en una bolsa para una operación inmobiliaria. La plata quema.
Lanzados a la salvación personal pero unidos en la debacle colectiva, los argentinos tenemos un monotema. No paramos de pensar ni de hablar acerca de ella, imaginamos mil formas de conseguirla, conservarla o multiplicarla, alentamos la fantasía del día en que por fin podamos malgastarla, con la opulencia del que enciende un habano con un billete, y aunque nos jactemos de nuestra sapiencia en la materia, obtenida después de tantas lecciones de las que aprendimos poco, no somos más que estudiantes de la plata.