Para el desayuno, cerveza. Para el almuerzo, cerveza. Para la merienda, cerveza. ¿Y para la cena? Decí “whisky”. De mis días de viaje por Dublín no me traigo la postal junto a la estatua del escritor James Joyce ni la fotito por el barrio donde creció el filantrópico Bono: más bien, un empacho etílico en la ciudad que fue elegida como el mejor lugar cervecero del mundo. Rubias, morenas, pelirrojas: a todas les doy mi amor.
Cruzada por el río Liffey, allá por el 1700, Dublín compartió destinos con Londres o París, otras capitales donde las aguas bajaban turbias: recién llegado de Arabia, el café se tomaba a la modalidad oriental (súper espeso, dulzón y reconcentrado, apto para dejar borra que anuncie el futuro) y para los ciudadanos más ilustrados se convertía en la nueva bebida social, aquella que permitía la ingesta pública sin el riesgo temprano de embriagarse. Es que mañana, tarde y noche los vecinos apagaban la sed con cerveza porque las aguas del Támesis o el Sena estaban todavía más sucias que nuestro Riachuelo. Y aunque la vecina Escocia se lleve los laureles en todo el mundo con su fórmula añejada del scotch, el whisky comparte cartel con la cerveza, y el café irlandés se propone como un postre digno de estimular las tardes grises de los dublineses. Con la contundencia absurda de una obra de Samuel Beckett, su origen es un dramón de paternidades inciertas (nadie se pone de acuerdo en determinar cuándo y dónde nació), pero es un orgullo nacional desarrollado en tres actos.
En dos vasos que resistan el calor hay que verter 6 cl. de whisky irlandés y 4 cucharadas soperas de jarabe de azúcar. Mezclar y calentar sobre el fuego, casi hasta el punto de hervor. Sobre la superficie del whisky azucarado, echar 25 cl. de café recién preparado, haciéndola subir lentamente para formar una segunda capa. Tercer acto, y final: montar 25 cl. de nata líquida y 1 cucharada sopera de azúcar glaseado imitando el dibujo de una montaña. ¿No sale? Con la determinación de un irlandés tozudo, volver a empezar porque, así en la cocina como en la vida, el lema de Beckett puede volverse una receta propia: “Da igual. Probá otra vez. Fracasá otra vez. Fracasá mejor”.
Publicado hoy en Clarín
I
Irlandés, con whisky, azúcar y nata
CategoriesSin categoría
Tenés que iniciar sesión para comentar.