“Primero el culo, después la personalidad”: el pretendiente tiene claras sus prioridades. Es uno de los participantes de Amor a primera bestia (traducción virtuosa: un título mucho mejor que el original, Sexy Beasts), el nuevo reality de citas a ciegas que acaba de estrenar Netflix: maquillados con extraordinarias máscaras de bestias, ellos y ellas no se ven los rostros en un intento de “poner fin a los romances superficiales”. Pero a juzgar por los lomos que el látex no llega a cubrir y la somera presentación de los concursantes (“ella es una modelo de 1,80 metro que trabaja en Nueva York y se cansó de que la miren solo por su aspecto”), el programa hace agua ahí donde podría haber estado el filón: en la época en que se discute la belleza hegemónica de los cuerpos, el truco de afear a los lindos supone más atraso que evolución.
El viejo truco del reality de citas a ciegas: a destiempo de una época en que se valora la diversidad más que la hegemonía.
Según el diccionario, las definiciones inmediatas para bestia son animal o monstruo: en la taxonomía de los FX, el gorila o el Frankenstein. En el reality de Netflix, una soltera enmascarada debe elegir a uno entre tres pretendientes también ocultos del sexo opuesto (todos los romances que se anhelan con estrictamente heterosexuales): bajo la máscara de mandril, un jugador profesional de vóley no puede contener el lomo deportivo; un hombre-estatua deslumbra con los dientes alineados como las teclas de un Steinway; y aun disminuido por el disfraz de ratón a otro se le marca el musculito. Vedados de la ostentación física en la era de la selfi, solo disponen de un recurso para la conquista: la parla. Y exceptuados de la pregunta cruel de Roberto Galán (“¿el caballero es propietario o alquila?”), ellos develarán su rostro en el momento del plantón o el flechazo: inevitablemente todos serán altos, atléticos, cis, rubios o morenos y gozarán de esa belleza canónica, la que definen un par de ojazos celestes o los bíceps como pelotas de handball. Lejos de la realidad corporal, el reality carga con el karma de la oportunidad perdida: si la cultura de masas tradicional, desde Hollywood hasta Madison Avenue y los influencers que tiñen de filtros sus cuerpos esculpidos, planteó un modelo único de belleza, hoy se valora la diversidad más que la hegemonía.
El culo manda: a confesión de partes, relevo de pruebas. En Amor a primera bestia, las capas gruesas de maquillaje no disimulan bizqueras o rollitos: no los hay. Con la terrorífica sucesión de zombies de látex reviven una antigua canción que pedía el castigo final para los que tengan la cara desordenada: “¡Que se mueran los feos, toditos, toditos, toditos, toditos los feos, que se mueran!”.