El “delirio del viento” es un mal repetido entre los guardias de los faros: todo el día y toda la noche, escuchan que los llaman por su nombre, Jean o Mathurin pongámosle, arriba y abajo de la espiral vertical, en cualquier lugar donde sople el viento. Ahí mismo llega un joven empleado de la Marina francesa para trabajar como ayudante del viejo guardia, un anciano enclaustrado que terminó convirtiéndose en un monstruo acuático. En La torre del amor, la novela de Rachilde que ahora se publica acá, la convivencia forzada disuelve el límite entre lo humano y lo bestial: no es ningún delirio pensar que ese faro con alma de sirena devora a los hombres.
En La torre del amor, la novela de Rachilde, se expone la convivencia forzada de un joven y un veterano aislados que se transforman en enemigos íntimos al punto de disolverse el límite entre lo humano y lo bestial.
Pero, ¿quién fue Rachilde? “Satánica flor de decadencia picantemente perfumada, misteriosa y hechicera y mala como un pecado”, escribió de ella el poeta Rubén Darío. Nacida en 1860 en Francia, Marguerite Eymery eligió el seudónimo acaso como una contracción de Rachel y Mathilde y para disimular su género, ya que se consideraba a sí misma como un hombre-lobo. Emblema del decadentismo francés y obsesionada con las aventuras del Marqués de Sade, escribió sobre erotismo, género y poder: en 1899, cuando se publicó por primera vez La torre del amor, la historia de los dos guardianes confinados en el faro de Ar-Men (“la roca”, en bretón) provocó tantas pesadillas entre los lectores como Drácula o Frankenstein. El moderno Prometeo aquí no es la criatura creada en el laboratorio de un científico sino el monstruo alumbrado en la oscuridad y la humedad eternas de un faro perdido donde el agua salada y el viento infatigable trastornan las mentes. La obra y la autora se funden en el género impreciso de la criatura híbrida: antes de casarse con Alfred Valette, con el que compartía la dirección de la revista Mercure de France, Rachilde obtuvo la autorización municipal para usar ropa masculina y desde entonces se presentó como “hombre de letras”.
Ahora, la reedición de este clásico ignorado encuentra nuevos lectores que podrán compartir las pesadillas del joven empleado Jean, que escucha al viento decir su nombre y al viejo Mathurin entonar una antiquísima canción de amor… “Dios mío, ¿de qué torre del amor hablaba el pobre tipo?”, se pregunta el antihéroe: “Si los dos vivíamos en una torre, no era ciertamente del amor que había que cuidarse, ya que si algo faltaba allí eran señoritas casaderas”. El rencor y la soledad no son buenos compañeros. Literalmente aislados, los dos hombres se transforman en enemigos íntimos y aunque la renuncia o la jubilación podrían devolverlos al mundo de los humanos, permanecen a flote en su infierno acuático, aun a riesgo de hundirse para siempre. “Cuando uno se queda mucho tiempo en el mismo sitio, le gusta el lugar donde sufre”, concluye el joven: “Es más natural que buscar la felicidad”.
¿Y el café?
En La torre del amor no hay café porque no hay cocina (y todavía no se había inventado el instantáneo). El joven y el viejo sobreviven a base de sardinas en conserva, arvejas en lata, hogazas de pan duro y una botella de ron que uno ostenta frente al otro y no convida. Si el café es sinónimo de humanidad, como podría serlo cualquier otra bebida que fuera la más consumida del mundo después del agua, cuando el joven toma un franco en tierra firme, el primer lugar que visita es… un café: “Elegí un café grande del lado del Arsenal, un café muy elegante adonde venían oficiales de galones”. Emblema de civilización frente a la barbarie, el café lo hace sentir humano otra vez.