Regalo para los lectores del blog: el primer capítulo del libro “Café”, cuya cuarta edición ya está en la calle.
Soy un drogadicto.
Con la retórica propia de un grupo de autoayuda, me asumo como narcótico aunque no ya como anónimo: en un obvio intento de alcanzar cierta notoriedad escandalosa, me declaro en público como drogadicto desde los 6 ó 7 años, en la confesión que podría conmover a las tías en la sobremesa o hacer sonar las luces rojas en la oficina de un asistente social. Mucho antes de la consagración estilística del heroin chic, y cuando algunos de mis compañeritos representaban parodias de oficios nobles, como bombero o superhéroe, yo tenía fantasías de yonki: me oscurecía las ojeras con corcho quemado e imitaba el temblor esperpéntico de un cantor de tango pasado de alcaloides. Desde la escuela primaria tomo la droga más consumida del mundo; a veces, pura; a veces, rebajada: con leche o con azúcar. Mi madre nunca padeció el prurito de privar a sus tres hijos de una saludable dosis de cafeína aunque en mí tuvo un efecto más perdurable que entre mis hermanos. Una prematura epifanía de adulto me animó desde niño a replicar algunos hábitos de los mayores, como leer el diario, escuchar la radio en su amplitud modulada, frecuentar bares de viejos donde se discutiera fuerte por un partido de dominó o tomar café en su preparación más concentrada y veterana, el espresso. Pero nunca pude conformarme con un solo pocillo y, si fuera cierto que todo exceso se funda en un placer que el hombre quiere repetir más allá de las leyes ordinarias promulgadas por la naturaleza, al decir de Honoré de Balzac, tardé mucho en comprender que mi afición por el café era una forma de adicción fundada en la repetición casi maníaca de un goce, una adicción acaso menos nociva que otras pero igual de persistente.
Soy un drogadicto. Tomo diez cafés por día.
Ya de adulto, extiendo la mano y me jacto de su quietud imperturbable: ni amagues de temblores. Los viejos sabios árabes hacían pasta de café amasando los granos con bolitas de manteca con la aspiración de conservar la mente activa y, aunque para el descubrimiento de la cafeína como psicoactivo alcaloide del grupo de las xantinas, sólido cristalino y de sabor amargo, faltaran todavía unos cuantos siglos, la intuición les decía a los antiguos que en el líquido oscuro se escondía un estimulante poderoso, una de las medicinas más potentes y formidables del mundo. No tenían la fórmula (C8H10N4O2) pero conocían bien sus efectos. Si en 1632 el erudito inglés Robert Burton ya sugería el café, “una baya que toman en Turquía, tan negra como el hollín y muy amarga”, como agente de euforia y antídoto contra la depresión en su célebre Anatomía de la melancolía, exactamente un siglo más tarde Johan Sebastian Bach dedicaba en la Cantata del café los versos más amorosos para su bebida favorita: “¡Ah, cuán dulce sabe! ¡Más cautivador que mil besos, mucho más dulce que el moscatel!”. En las más arcaicas políticas de salud pública se prescribía el café como profilaxis ante el contagio en plena epidemia de la peste bubónica y en los primeros anales de medicina se lo recomendaba con un sinfín de efectos benéficos: “Cierra el orificio del estómago, fortifica el calor interno, ayuda a la digestión, aviva el ánimo, aligera el corazón, es bueno contra el dolor de ojos, la tos, el resfrío, las reumas, la tisis, el dolor de cabeza, la hidropesía, la gota, el escorbuto, la escrófula y muchos otros males”. Una garantía de salud para el hipocondríaco, una promesa para el amargado.
En mis tempranas exigencias como bebedor pude notar que otros como yo repetían la liturgia con la compulsión del ritualismo, el platito, la taza, la cuchara, el vasito. Como medicina, la cafeína provee consuelo al maniático y al racionalista: refuerza la idea de mantener el cerebro en movimiento. Provee un estímulo mental. Extiende las horas de vigilia. Combate la procrastinación porque es la bebida de la eficiencia y el productivismo. Y aunque algunos ávidos bebedores se hayan rendido a la infusión con una fruición casi numerológica, como el obsesivo Ludwig van Beethoven, que hervía su café en una jarra de vidrio pero que no podía tragar la taza si no había sido preparada con exactos sesenta granos, toda una legión de fanáticos exige la precisión de otras cifras: el agua a 93 grados o la espuma de mínimos 3 milímetros. El café será el fallido antídoto contra la resaca que provea un padre en la borrachera iniciática de su hijo adolescente o la bebida que acompañará al joven en las noches eternas de estudio o en las tardes abúlicas de la oficina, fugaz remanso ante las exigencias de un jefe tiránico. Inevitablemente, se encontrará en la taza el consuelo de un aroma familiar y si el olor de una magdalena inspiró a Proust para ir en busca del tiempo perdido, el perfume de un café creará una cierta noción de hogar ahí donde se prepare, un chispazo de energía mental en el bloqueo o la crispación.
La cafeína es la droga más consumida del mundo. Y para los adictos, la más poderosa, pródiga fuente de estímulo en su consumo y cruel en su abstinencia. En los arcaicos tiempos de Galeno y otros sabios griegos, la Teoría de los Humores era todo lo vasta como para explicar los arquetipos de cada persona, según sea melancólica, colérica, flemática o sanguínea, según prefiera el otoño, el verano, el invierno o la primavera, la tierra, el fuego, el agua o el aire. Se creía que la alquimia de los elementos o el equilibrio de los jugos corporales determinaba la salud del hombre y el café fue, para aquellos que sucedieron a Galeno, el responsable de estimular los líquidos o disecar el cuerpo. Hoy, los diarios publican las investigaciones de las más ignotas y remotas universidades extranjeras que concluyen que el café es una droga efectiva contra la depresión. Entonces y ahora, es evidente que actúa sobre el ánimo. Ya desde mi infancia me pude identificar con el primero o con el tercer arquetipo, más somnoliento e indiferente que irascible o esperanzado. Ahora veo que el café, más que un placer efímero, me acercaba al equilibrio; aportaba el temperamento que, en la medianía del día, se me hacía escaso. ¿O era apenas un placebo? En todo caso, después de una taza de café doble no necesitaba atarme una toalla al cuello para sentirme Superman: colérico y sanguíneo por un rato, había encontrado la dosis exacta para el heroísmo.
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