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Aventuras en el arte de estar solo

“Cena con cinco desconocidos, todos emparejados por nuestro algoritmo, cada miércoles por la noche en tu ciudad”. Siempre que entro a una red social se abre un anuncio de la aplicación Timeleft que se propone como la conjura contra la soledad epidémica de las grandes ciudades (el algoritmo está confundido conmigo: también me ofrece condominios en Miami y estadías en Dubai). Uno puede sentirse solo en cualquier parte pero la soledad que produce la vida en la ciudad, rodeado por millones, tiene un sabor especial. Y la invitación a “comerse a alguien” para esquivar el aislamiento me lleva hasta The Lonely City, un libro que compré durante un viaje que hice (solo) a Nueva York y que acá se tradujo como La ciudad solitaria, el ensayo en el que la escritora inglesa Olivia Laing narra distintas aventuras en el arte de estar solo.

 

La soledad que produce la vida en la ciudad, rodeado por millones de personas, tiene un sabor especial.

 

A los 35 años, una edad en la que “una mujer sola ya no está bien vista socialmente y desprende para los demás un tufillo de rareza, de anomalía y de fracaso”, Laing se mudó a Manhattan siguiendo un romance que fracasó y entonces se quedó sola en una ciudad desconocida donde la soledad es colectiva pero aun así denigrante, una experiencia que produce vergüenza (“la soledad mata y trozo a trozo va engullendo hasta la última parte de ti, devorándote el cuerpo entero”, escribió Paul Auster en Baumgartner, su última novela). Los paseos de Laing por galerías y museos, lugares donde son comunes las visitas individuales, la inspiraron para su libro, que explora la idea de la soledad en la obra de grandes artistas como Andy Warhol, Klaus Nomi, David Wojnarowicz o Edward Hopper, cuya célebre pintura Nighthawks, en la que muestra a cuatro parroquianos vistos a través del vidrio de una cafetería en plena noche, se considera el epítome plástico de la soledad.

 

Hay diferencias entre estar sin compañía, buscar la soledad y sentirse solo. En 1953, el psiquiatra Harry Stack Sullivan dio esta definición que sigue vigente: “La soledad es la experiencia sumamente desagradable y torturadora relacionada con una insuficiente satisfacción de la necesidad de intimidad humana”. Claro que entonces no existían aplicaciones como Timeleft ni redes sociales que recuerdan al solitario cuán acompañados están aquellos a quienes sigue, a menudo sumergidos en un baño de personas en fiestas concurridas o recitales populosos. Según la clínica médica, la soledad aumenta la presión sanguínea, debilita el sistema inmunológico y acelera el deterioro cognitivo (“¿quién va a cuidar a los que no tenemos hijos?”, se preguntaba alguien en X hace unos días, mientras contaba que estaba haciendo de enfermero de su madre internada). En La ciudad solitaria, Laing combina memoria personal con crítica cultural y aunque ella padece el aislamiento, porque las páginas trasmiten dolor y pudor, su análisis del gran fenómeno de esta época la ayuda a sentirse menos Crusoe en una isla de gente.

 

¿Cena con cinco desconocidos? Según Laing, estar solo es una sensación parecida a la inanición, como pasar hambre mientras todo el mundo alrededor se prepara para un banquete. Este miércoles, y el otro también, seis personas que no se conocen se juntarán a cenar y alguno de ellos va a actualizar al ritmo del cálculo una frase legendaria de la cultura popular: “Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”. La soledad es un territorio muy poblado.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.