Cuando era joven y conocí el estadio Azteca me quedé duro: me aplastó ver al gigante, uno que había sido el escenario de la mayor alegría deportiva que se pudo vivir. El periodismo es un oficio muy mal remunerado pero paga en experiencias: yo tenía veintipico, trabajaba en un canal de televisión y debía grabar un programa en el estadio, que aquel día fue abierto únicamente para mí y mis compañeros. Entonces a la CDMX (“Ciudad de México”) todavía se le decía “el DF”. Entré por la platea, bajé al campo, hundí los pies en el pasto esponjoso y ahí nomás sentí sobre la cabeza el peso de cien mil butacas vacías. El sol del mediodía proyectaba sobre el césped la sombra de esa piñata descentrada que había robado mi atención en los momentos más emocionantes del Mundial 86, desviándome de la mano de Dios, el gol del siglo, la victoria final y la mar en coche. ¿De dónde colgaba esa piñata? ¿Por qué no estaba justo en el centro de la cancha?
Era imposible que imaginara que algún día iba a estar adentro de ese rectángulo de 4.000 metros cuadrados marcado en blanco sobre verde.
Aun a riesgo de sonar como un tío veterano, me animo: el piberío no sabe lo que es ganar un Mundial. Yo era chico entonces, pero recuerdo los partidos a color en un televisor de tubo de 21 pulgadas (el relato se escuchaba por radio) y a mi abuelo tirándose un mate hirviendo encima y golpeándose la cabeza con el canto de una alacena por festejar el segundo gol a los ingleses. De fondo, cuando la televisión todavía tenía fantasmas y la señal se mejoraba con una papa y dos agujas de tejer, el estadio Azteca. Aunque ya era fantasioso, era imposible que entonces imaginara siquiera que algún día iba a estar adentro de ese rectángulo de cuatro mil metros cuadrados marcado en blanco sobre verde. Una vez ahí, me intimidé por el tamaño. En México todo es gigante, hermoso y horroroso a la vez (como el mercado de Sonora, donde empecé sumergido en un mar de calaveras y diablitos de plástico para honrar a la muerte y terminé con un cuchillo en el cuello: quisieron robarme pero una productora mexicana, más hábil que yo en el trato con los chómpiras, los espantó con tres puteadas). Cerré los ojos y pude oír el rugido de una multitud ausente. Alguna vez también estuve en el Maracaná vacío pero no se compara: el estadio Azteca es más imponente que el Templo del Sol, un gigante de hormigón al que ni un terremoto puede sacudir o conmover.
Dándole mi vida a ese para-avalanchas, aquel mediodía de sol fui muy respetuoso de la única orden que se me dio: que cuide el pasto. Habría partido el próximo domingo. Pero también se me concedió un deseo. Alguien hizo aparecer una pelota y se me permitió patear un penal: a los once metros, y aun con el arco vacío, me temblaron las piernas. Me concentré en el pie derecho, apunté mentalmente, apuré una carrerita, pateé fuerte, la pelota salió disparada y… Fue una revancha, tardía pero aun así dulce y justa, para mí, el que de chico siempre quedaba último en el pan-queso y ante el desafío del fútbol mundial o escolar no le quedaba otra que mirarlo por tevé.