Después de mucho (¡muchísimo!) pedir, insistir y hasta rogar, y en un gesto que juzgué como una muestra de amistad del que era apenas un compañero de trabajo, él me contó el secreto de su familia: su madre tenía un trabajo raro. Muy raro. Cuando él era chico, ella se encargaba del mantenimiento del cabello de un famosísimo veterano de la televisión. Cada quince días, el Conductor tocaba el timbre de la casita y mi amigo sabía que tenía que encerrarse en su cuarto porque lo que allí se hacía no podía verse ni mucho menos comentarse: el tratamiento de una cabellera frondosa de un castaño casi anaranjado siempre brillante.
Un niño espía a su madre y descubre un secreto nacional: es la encargada de cuidar el cabello de una de las personas más conocidas del país.
El secreto era imperioso en esa casa (la madre extendió un manto de terror al castigo tan eficiente que todavía hoy mi amigo no comenta el tema casi con nadie) porque el Conductor, porfiado en la naturalidad del artificio, negaba a propios y extraños que una, ni siquiera una, de sus fibras capilares fuera artificial. Tuvo algunas esposas conocidas que, tal vez dolidas por la herida de una separación traumática, dijeron en entrevistas que en todos sus años de casados jamás, ni una sola vez, lo vieron desmontado. En mi frondosa memoria televisiva atesoro la tarde en que el cantante de una banda popular invitado a su programa le encasquetó un sombrero de cotillón (y el grito de mi abuela, que dijo “¡a ver si se le sale el quincho!”; no pasó: fueron a un corte) y al público bullanguero de ese mismo programa cantando en cámara para provocarlo: “Pongamos todos, pongamos cinco lucas, para comprarle al hombre una peluca”. Siempre sobrio y elegante, el Conductor mantuvo la compostura acaso sin saber que un niño de ocho años, que mucho tiempo después sería mi amigo, espiaba por la puerta entreabierta de su habitación lo que estaba vedado, la prueba de que era un famoso impostor capilar: una cabellera sin mácula, cana ni desorden, inmune al paso del tiempo, ni un corte ni una quebrada.
Por motivos que no vienen al caso, el Conductor tuvo algunos disgustos judiciales pero los sobrellevó con hidalguía, sin agitar un ápice de su jopo bien erguido. Se dijo que en una dependencia policial lo habían desprovisto de todas sus pertenencias (el cinturón, los cordones de los zapatos y, en fin, el cabello) pero eso fue una mentira malintencionada. Cuando recuperó la libertad y el alivio, visitó todos los livings de la televisión, donde maldijo y hasta lloró. Y en el más célebre de ellos, la Conductora lo atosigó con lo impensable: le preguntó por el quincho. Nervioso, el Conductor ensayó una respuesta de ocasión (“¡es una fantasía eso!”) pero acorralado por la evidencia finalmente rindió tributo a aquellos, como la madre de mi amigo, que hacen del pelo de albinas el material de un arte secreto: “Solo tengo una persona que me cuida el cabello, pero nada más”, dijo sin despeinarse.