Cuando supe que una persona vive cuatro mil semanas en promedio me di cuenta: más que perderlo o invertirlo, hay que usar el tiempo para hacer lo que nos gusta. La filósofa española Azahara Alonso tuvo una epifanía parecida el día que notó que su vida era gozosa solo en vacaciones, unas míseras dos semanas contra otras cincuenta por año, y en Gozo, su libro recién publicado, plantea la idea revulsiva: pasar un año completo sin hacer nada. En una mezcla de ensayo, crónica y diario, discute el mandato de la hiperproductividad y confirma que es posible, o por lo menos deseable, cumplir el anhelo del himno popular: “¡No vamo’ a trabajar!”.
En una mezcla de ensayo, crónica y diario, el libro Gozo discute el mandato de la hiperproductividad.
“Siempre he sido yo la que ha abandonado los empleos, porque no me libero de esta idea”, escribe Alonso: “Algo no va bien cuando tengo que solicitar días libres a mis jefes, cuando tengo que pedir permiso para hacer lo que quiero con parte de mi tiempo”. Resuelta a probar la posibilidad de una isla, Alonso dejó su trabajo, reunió unos ahorros escasos y se radicó durante un año en un islote del archipiélago de Malta (a efectos prácticos, es posible replicar la experiencia en el delta del Tigre o en la isla Martín García). Si en 1866 la Asociación Internacional de los Trabajadores consiguió que se sancione la jornada laboral de ocho horas y consagró así la tríada virtuosa (un tercio del día dedicado al trabajo, otro a dormir y otro a todo lo demás), las exigencias de esta época desafían el empleo del tiempo. “Me rendí al pluriempleo porque la cultura es así”, escribe Alonso, víctima de los trabajos breves, los sueldos míseros y las pasantías a cambio de su tiempo libre, y recuerda la tarde en que un jefe le observó que ella siempre se iba puntual a su casa ahí cuando La Empresa esperaba que se quedara algunas horas más. Ya no se entrega sólo la mano de obra: se hace una ofrenda completa de disponibilidad. La frase que subrayó en un libro le resultó reveladora: “El carácter propio del trabajo es no hacer lo que se quiere cuando se desea, sino ejecutar una actividad en un momento determinado por obligación, por un fin, por dinero. Entre el esclavo y quien trabaja no hay apenas diferencia sino de cantidad”.
Bajo el signo de la inutilidad, Alonso dedicó un año a luchar contra la idea del ocio productivo: el suyo fue un ocio sin actividad, propósito ni saldo. Todo el mundo piensa que la vida está en otra parte y es enternecedor, y también algo patético o desesperante, nuestro anhelo de laburantes por esa breve quincena de enero. En Gozo, Alonso cita a Georges Perec, a Roland Barthes y a Susan Sontag, entre muchos otros pensadores, para legitimar su impresión acerca de la locura que vivimos o como argumento intelectual para el boludeo improductivo. Y su publicación coincide con el reestreno de La fiaca, una obra cumbre del teatro argentino contemporáneo que muestra el escándalo de una familia de clase media cuando el hombre decide faltar a la oficina y quedarse retozando en la cama. Ahora rebautizada con el muy actual título La gran renuncia, conecta el faltazo con la rebelión digital ante el mandato de estar disponibles 24×7 para nuestros jefes, mientras pregunta: “¿Qué pasaría si un día dejaras de atender el celular?”.
“¡Trabajar! ¡Trabajar! Como si tuviera tiempo”, se quejó amargamente el escritor francés Georges Perros a mediados del siglo pasado. Entre los que tenemos (mucho) trabajo, el drama es por qué la vida verdadera se goza sólo cuando no fichamos. “¿Cómo diría: descanso, ocio, libre albedrío?”, se cuestiona Alonso: “Aún no lo sé, y quizá esto que escribo consista en abrir camino para encontrarle un nombre y saber cómo agarrarlo cuando se me escapa, cuando me lo quito o me lo roban lícitamente”. La reconquista del tiempo es la revolución que nadie está organizando porque cuestiona el uso de la mercancía más valiosa, en tanto escasa e intangible: como dice el pensador italiano Franco Berardi, “los trabajadores ya no existen; existe su tiempo”.