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El fantasma del rey cafetero

“Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II, el rey de los belgas que murió en 1909, no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX”, escribió el peruano Mario Vargas Llosa. El rey Leopoldo, del que se dice que sobrevive sembrando terror en forma de fantasma, provocó la muerte de unos diez millones de congoleños entre hombres, mujeres y niños. Si los conquistadores veían la tierra como un espacio vacío, a las personas a las que se encontraban ni siquiera las consideraban humanas. Como evidencia gráfica, las aventuras del joven reportero y héroe nacional belga: en Tintín en el Congo, los locales se muestran estúpidos e infantiles, apenas más inteligentes que los monos. 

 

Un anticipo de Atlas del café, la vuelta al mundo en 80 países cafeteros.

 

El río Congo, al que llaman “el río que se traga todos los ríos”, alimenta con su cuenca los países que divide, siempre diferenciados por el nombre de sus capitales: Congo-Brazzaville y Congo-Kinsasa, donde el rey belga “saqueó furiosamente los recursos naturales, destruyó las antiguas comunidades y explotó sin piedad a una población esclavizada”, según el libro El fantasma del rey Leopoldo, del historiador neoyorquino Adam Hochschild: “Mientras tanto, se presentaba ante el mundo como un humanista abrumado por el peso de su misión civilizadora (tan gravosa, al parecer, como su gigantesca fortuna)”. El Congo belga fue el colmo de la brutalidad humana, un infierno terrenal: absurdamente convertido en propiedad privada del rey que lo manejaba desde Bruselas, se lo conoce como un “holocausto olvidado”.

 

A fines del siglo XIX, los conquistadores belgas hicieron lo mismo que los portugueses en Mozambique o los franceses en Congo-Brazzaville: plantaron café (aunque acá el negocio más lucrativo era el caucho). Los europeos dirigían las grandes fincas con crueldad y violencia, bajo el asombro o el espanto de los nativos: “¿Cómo puede ser bueno un hombre que viene aquí sin ningún motivo, cuyos pies no vemos nunca, que va siempre cubierto de ropa, a diferencia de todos los demás?”, se pregunta un nativo waguhha en los diarios del explorador Stanley: “No, en él hay algo misterioso, quizás embrujado; tal vez se trate de un mago”. Con viejos trucos, los blancos mantuvieron el régimen de terror de los cafetales, donde los esclavos dormían en barracones coronados por la leyenda que había mandado a rubricar el rey: “Lealtad y devoción”.

 

Para la botánica, el Congo es uno de los diecisiete “países megadiversos” del mundo (los otros de África son Madagascar y Sudáfrica). La etiqueta significa que estas tierras tienen el mayor índice de biodiversidad del planeta, un paraíso para animales y plantas. Los cafetos de las especies Arábica y Robusta crecieron fuertes y sanos y alimentaron la fortuna del rey Leopoldo, que se había declarado “único propietario” del Congo. En 1908, un año antes de su muerte, Bélgica se hizo cargo del país, que se independizó en 1960 pero cayó en otra dictadura, la de Mobutu Sese Seko, que lo rebautizó como Zaire y se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo (con una fortuna personal calculada en cinco mil millones de dólares). El drama político no aguó la fiesta cafetera: Zaire fue uno de los principales productores africanos y llegó a exportar más de 120 mil toneladas de café crudo por año; después, la guerra civil, la pobreza y la enfermedad provocaron la caída.

 

Los bebedores expertos reconocen en el café congoleño un tipo de Arábica brillante, con notas cítricas y sabores que remiten a las pasas, las ciruelas y los frutos rojos. En las provincias que rodean el lago Kivu, miles de pequeños productores trabajan en cooperativas para cosechar estos granos, que representan una quinta parte del total, en las variedades Borbón y Blue Mountain, una de las más cotizadas. En las tierras bajas de Ubangi, Uele o Kasai, las plantas de Robusta crecen cerca del suelo y ofrecen las cualidades típicas del grano centroafricano. Hoy, la República Democrática del Congo es el país francófono más poblado del mundo y sus caficultores piden ayuda en cualquier idioma porque las fincas quedaron diezmadas (en el descalabro general de la guerra civil, muchos se dedicaron a cosechar bananas o algodón). La voluntad es aguantadora: algunos pronosticadores auguran un futuro próspero para la república, sobre todo por las variedades renombradas de Arábica que crecen en sus tierras y son difíciles de encontrar en los países vecinos.

 

Más de un siglo después, una leyenda se repite en el Congo: hay quienes dicen que el rey Leopoldo no murió en el Palacio Real de Laeken, el que había mandado a construir para celebrar la compra de su colonia, sino que se fue a vivir en secreto al África y desde entonces se reencarna en distintas personas de reminiscencias leopoldinas. La cicatriz es profunda y probablemente no sane nunca. Según Hochschild, “es posible que ninguna otra nación del continente haya tenido tantas dificultades como el Congo para salir de su sombrío pasado”.

 

/ Notas de cata: en líneas generales, el café de la República Democrática del Congo (RDC) es de la especie Robusta, tiene cuerpo completo, acidez baja y tono terroso; la Arábica ofrece notas cítricas y sabor a pasas, ciruelas y frutos rojos.

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.