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El parque temático del hippismo

Encolumnados en una fila que esperaba impaciente el turno por un balde, aprendimos a darle valor al agua caliente: no era la colimba, ya que todos éramos de la generación que había tenido su propio mártir salvador, sino una mezcla de disfrute con punición. La llegada en jeep, cruzando los médanos de Valizas, daba a la vacación sedentaria el tonito de una aventura y ya instalados en una casa cerca de la playa, sin luz ni gas ni agua ni teléfono (todavía Internet no era algo que uno llevaba encima así que no la extrañábamos tanto), gozamos nuestros primeros días en Cabo Polonio con la ilusión de un Robinson Crusoe acompañado por un Viernes pero también por un Sábado, un Domingo, un Lunes… Éramos ocho, cuatro mujeres y cuatro hombres. Me gusta decir que nos fuimos siendo unos y volvimos siendo otros.

Entre los ocho amigos se formaron parejas de todo tipo y hasta es posible que se haya engendrado un niño, pero la mayor promiscuidad fue literaria: todos nos pasamos un libro que yo había llevado, El pasado, de Alan Pauls.

Todos periodistas o escritores, llevamos más libros que enseres. Mal pertrechados, como soldados enviados a la guerra con escopetas de juguete, comíamos con la mano, limpiábamos los platos con arena, dormíamos la siesta sobre camas sin sábanas. Después de la playa, llenábamos agua en un balde que poníamos a calentar sobre un mechero a querosén y no usábamos shampoo para no contaminar el agua (tampoco había). La romántica desconexión del Cabo tenía menos autenticidad que el exilio autoimpuesto de Thoreau durante su vida en los bosques y más de pose: entre los vecinos sofocados por la tecnología o el ritmo de la ciudad, había actores que ya eran famosos y músicos que pronto lo serían. De aislamiento, más bien poco: críticos con todo, decíamos que Polonio era un parque temático del hippismo, la Disneylandia desenchufada para el que ya fue a todas partes. A la tarde nos sentábamos en una galería para ver pasar a los vecinos y leer. Entre los ocho amigos se formaron parejas de todo tipo y hasta es posible que se haya engendrado un niño pero la mayor promiscuidad fue literaria: todos nos pasamos un libro que yo había llevado, El pasado, de Alan Pauls. Solteros, casados o separados, y en esa edad en que empezamos a dejar atrás las ilusiones de los 20, leíamos pasajes en voz alta que parecían hablar de mí, o de cualquiera de los otros: “Para él, que ya ronda los 30, todo vuelve a ser nuevo y brillante, como el pavimento de una calle tras un aguacero. Redescubre el deseo y se lanza desenfrenadamente, con la eficaz ayuda de algunas sustancias ilícitas, a recuperar el tiempo perdido”.

Antes de lo previsto, el grupo se desmembró. Dos se fueron a Punta del Este, cuatro a Montevideo (yo, entre ellos) y el resto volvió a Buenos Aires. Sin distracciones electrónicas ni válvulas de escape más que el mar y el cielo, esas vacaciones en Cabo Polonio fueron menos una experiencia reconcentrada de naturismo que una prueba de resistencia, al estilo de Expedición Robinson pero con desafíos no tan físicos sino íntimos: cada noche, sin más luces que las de las estrellas y en el puro silencio, tuvimos demasiado de nosotros mismos.

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.