Hay que rendir en la cancha, en el trabajo y ahora también en la cama. Productividad versus placer.
Exigido en la oficina y en la cama, el hombre moderno se esfuerza: busca el récord. Eternizado en la angustia del estudiante, o fanatizado con los realities de eliminación, aspira a pasar a la próxima ronda y al 10 como única nota posible de un jurado presidido por el más cruel de los evaluadores: él mismo. Una manía de la eficiencia le repetirá que debe exprimir la ecuación de la experiencia (¿cuántos polvos harían “rentable” el turno en un telo?) o comprimir la hora para amar y, a la vez, acabar el informe que debe entregar a su jefe. En épocas productivistas, se imponen los placeres que “rindan”: cuando el dinero o el tiempo son más escasos, un nuevo protocolo de la vida sexual exige fugacidad y precisión donde debería haber placer y entrega.
En su definición literal, “rendimiento” es “el producto o la utilidad que rinde o da alguien o algo”. En el habla coloquial, el verbo en infinitivo remite directamente a la superación de una prueba, en tanto el estudiante apenas deba decir que está por “rendir” para que se haga entender: sufre ante la inminencia de un examen. ¿Por qué hablamos entonces de “rendimiento” sexual? ¿Qué producto o utilidad nos brinda, sin hablar de la continuidad de la especie, más allá de nuestro propio placer? Y sobre todo, ¿cómo vamos a disfrutar si estamos bajo evaluación? En los exámenes clínicos de los doctores pioneros Masters y Johnson (que la serie Masters of Sex exhibe en todo el patetismo impúdico del test médico, con sondas, tubos y ventosas en las partes más meridionales del cuerpo), el afán científico justificaba la medición intrusiva: en la década del ’50, y después de siglos de oscurantismo en torno al sexo, era necesario calcular el período refractario del hombre o la intensidad del orgasmo de la mujer, en tanto fuera vaginal o clitoridiano.
Hoy, cuando la amistad se mide en cantidades de “me gusta” y el Tinder promueve una nueva clase de mercado de hacienda (donde las que van al matadero no son las vacas), el varón más dotado se compara con aquellos datos para perseguir el récord deportivo y el hombre promedio se conforma con quedar adentro de la estadística. En una vida enloquecida, donde la práctica de una profesión u oficio se entiende como “carrera”, se corre ahí donde se debería ir lento. Sin los devaneos tántricos eternos (no existe actividad humana, ni siquiera el sexo, que sea divertida de practicar durante ocho horas seguidas), sólo se le dedica al coito lo que dura una escena tipo de una película porno: previsibles y cronometrados veinte minutos de potencia maquinal, sin renuncias ni flaquezas.
Si en las últimas páginas de las revistas populares la publicidad engañosa promete hierbas, tónicos y pomaditas para mejorar el desempeño sexual, que el hombre atribulado se tome el tiempo, más que la pastilla, para el encuentro amoroso: cada vez que hagamos del sexo una maratón, y que con la misma voracidad atlética con la que sumamos kilómetros contemos los orgasmos, caeremos en la obsesión por el rendimiento. Y entonces no tendremos remedio.
Publicado en Brando
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