El machete de un alumno perezoso que no estudió para la prueba de literatura o el plagio de un economista que en su paper reproduce párrafos enteros de un autor anterior: no existe crimen intelectual mayor que la copia. A menos que la copia se considere una de las bellas artes, tal como la artista cordobesa Leticia Obeid postula en su brillante ensayo Galería de copias, recién publicado acá, donde se defiende la copia como una disciplina de resistencia, o incluso de rebeldía, en un mundo que solo defiende el valor de lo original, porque si algo no es único pierde su cotización como inversión, aunque todos seamos réplicas de nuestros precursores.
En Galería de copias, la autora Leticia Obeid reúne una serie de ensayos breves en los que resume los actos del falsario.
“Copiar es tocar”, dice Obeid, reconocidísima artista visual, y en el prólogo Alan Pauls distingue dos tipos de copias que se destacan en el libro: la copia artesanal en su dimensión manual, muscular o motriz, imprescindible para el aprendizaje, y la copia que se proyecta a una escala mayor y que establece un lazo con lo copiado, tanto que deja de ser su versión subalterna para convertirse en su par. “Leer un texto es como sobrevolar un territorio, mientras que copiar es como caminarlo”, dice Obeid mientras cita a Walter Benjamin, el pensador alemán del que copió varios de sus manuscritos. A mano, claro. En la imitación de una letra ajena hay más devoción que parodia y, aunque el calco jamás vaya a engañar a un grafólogo bien entrenado, el ejercicio promueve una cercanía tan personal como el firulete que uno le hace a una “f” o la intensidad con que marca una tilde sobre una vocal. “De repente empecé a tener una sensación de intimidad con Walter, mi buen amigo Walter Benjamin”, dice Obeid: “Copiarlo era como estar un rato con él o conversar con su propia mano, letra a letra”.
En Galería de copias, la autora reúne una serie de ensayos breves en los que resume los actos del falsario: el aprendizaje de la lectoescritura, los ejercicios caligráficos, las razas de perros, la falsificación de documentos o el doblaje, disciplina en la que el arte verdadero consiste no en replicar la voz del actor original en un segundo idioma sino en dotar de personalidad propia aquello que se hizo para ser doblado. Según Obeid, “el doble es la escisión, la desobediencia, el escape”. Y es cierto. ¿O acaso la mancha en una fotocopia, multiplicada en una esquina de la página hasta el infinito, no hace que el apunte sea siempre parecido pero nunca idéntico? Y si la falla marca inevitablemente una variación del original, ¿hay también ahí una forma de arte? Copiar, copiar: el karaoke, la remake. En sus textos, Obeid duplica: observación intelectual y memoria emotiva. “¿Qué está haciendo? ¿Insiste o se va por las ramas? ¿Habla siempre de lo mismo o siempre de otra cosa?”, se pregunta Pauls: “Galería de copias se mueve entre esos dos límites, la repetición y la invención, sin que sepamos nunca bien dónde termina una y dónde empieza la otra, quién precede a quién, quién se alimenta de quién”.
Ahí donde la maestra repruebe al alumno que se machetea, Obeid aporta una defensa en ausencia: “La copia es la cultura, la enseñanza, el aprendizaje, la disciplina”. Copiar es de aprendiz, de fan o de autodidacta. Es una declaración de admiración, incluso de amor, en la que no creen los guardianes del copyright, custodios de una verdad provechosa: invención es inversión.
Publicado en La Nación