“¿Puedo ser un chico?”. Eso es lo que el actor Elliot Page, antes conocido como la actriz Ellen Page, preguntó a su madre cuando tenía seis años. Aunque no tiene una respuesta precisa para la duda perpetua de los otros (“¿cuándo lo supiste?”), Elliot escribe que la sensación de vivir en un cuerpo ajeno es uno de los primeros recuerdos más claros que posee y esa memoria descarnada se destila en Pageboy, su autobiografía recién publicada acá, en simultáneo con los Estados Unidos. Desde la tapa, Elliot mira desafiante con pose de chongo en camiseta, orgulloso de ser un hombre trans, ya sin tetas pero aún sin barba, en arrogante réplica a la respuesta que entonces le dio su madre: “No, cariño, no podés, sos una niña”.
En Pageboy, su autobiografía recién publicada, Elliot Page cuenta la cruda intimidad de una transición a la vista de todos.
La de Elliot fue una transición a la vista de todos. Nominado al Oscar por su protagónico en La joven vida de Juno, alcanzó la fama desde muy joven y si toda épica de Hollywood supone una combinación de éxito y miseria, él sufrió lo indecible cada vez que tuvo que posar con vestido largo o inventarse un novio por exigencia de sus publicistas. Así, Pageboy puede leerse como un texto de iniciación íntimo o un testimonio sobre la despersonalización de la industria del entretenimiento (“era demasiado interpretar un papel en la pantalla cuando el que interpretaba en mi vida personal ya me ahogaba”). La voluntad no es universal sino individual: como Horse Barbie, el fenomenal libro de memorias de la reina de belleza trans filipina Geena Rocero (un bestseller en los Estados Unidos), o Gemelas transgénero, la serie documental sobre dos adolescentes trans brasileñas que se acaba de estrenar en HBO Max, estas biografías esquivan la universalidad, esa tara por la cual una persona se convierte en representante de todas las demás.
“Existe una infinidad de formas de ser queer y trans y mi historia solo habla de una”, escribe Elliot. Él es él. La tendencia a simplificar, propia de una época en la que se imponen los títulos para el clic o las fórmulas retóricas escandalosas, difumina las diferencias y aunque entre algunas personas de la comunidad LGBT+ exista autoconciencia de colectivo, es una falacia suponer que se puede hablar de los gays, las lesbianas o los trans como si fueran conjuntos homogéneos. Es tan falso, injusto y hasta totalitario como asignar determinadas cualidades a todos los gallegos o a todos los judíos.
En Pageboy, Elliot cuenta el abuso verbal que sufrió cuando empezó a trabajar en Hollywood (“él era, y sigue siendo, uno de los actores más famosos del mundo”), el romance ocultísimo que vivió con una actriz célebre de la que nadie sospecha o la vergüenza que sintió cada vez que tuvo que ponerse una bikini: “Mi confianza menguaba a la par que el asco hacia mí mismo crecía”. Son recuerdos de una narrativa no lineal porque lo queer es intrínsecamente serpenteante, dos pasos adelante, un paso atrás. Se dice que nunca terminamos de salir del clóset: con cada mudanza o trabajo nuevo, debemos explicar quiénes somos porque la norma se define por defecto. A los 33 años, Elliot nació de nuevo. Si es demasiado decir que resucitó, es justo pensar que hizo carne el desafío que advirtió en Madre noche, la novela de Kurt Vonnegut, su escritor favorito: “Somos lo que fingimos ser, por lo que debemos andarnos con cuidado sobre lo que fingimos ser”.
Publicado en La Nación