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La manía de la autofoto

El hit de los tiempos se llama “selfie”. El loco afán de mostrarnos al mundo buscando “likes”.

Selfie Papa
Coffee Break¿Qué tienen en común el papa Francisco, Barack Obama y la melliza operadísima que da unos trémulos pasos como primera vedette en Mar del Plata? La pregunta que podría rematar como un chiste de esos que juntan a un argentino, un yanqui y una griega en un avión concluye con el fetiche de la temporada: todos se rindieron a la manía de la “selfie”. Ahí donde el autorretrato sea un género tan antiguo como el arte mismo (del año 1523 data la pintura del manierista italiano Parmigianino frunciendo boquita frente a un espejo, en lo que sería la primera “selfie” de la historia), el teléfono como extensión de nuestra mano nos anima a la tara narcisista en la que cada instancia trascendente o fútil de la vida, una boda, una cena o la pinchadura de una goma, deba ser documentada para gritarle al mundo: “Yo estuve ahí”. 
Si lo primero que hicieron los astronautas del Apolo XI al pisar la Luna fue sacarse una foto, la tecnología omnipresente en la Era del Yo no exige la ocasión memorable: cualquier pavada será para la posteridad. La autofoto es distinta del autorretrato como género artístico, en tanto Van Gogh haya sido un maestro al pintarse a sí mismo: ahora en manos de amateurs, no aspira a ser una obra perdurable. Apenas, la prueba del grosor de un bíceps cada vez que uno se tome una foto sacando músculo con mancuernas o la turgencia de unos labios cada vez que otra se inmortalice poniendo cara de pato frente a una camarita, con una limitación física: lo más lejos que llegue el brazo.
Narices agigantadas por el primerísimo primer plano, ojos obligados a la bizquera inevitable o sonrisas que mutan en muecas congeladas, todos adulterados en el ángulo forzado: aun con la edición de un filtro que simula un atardecer dorado en el tubo fluorescente de la oficina, la “selfie” nos delata al mostrar lo peor de nosotros mismos. El tedio. La falsa alegría. La ostentación. O, directamente, el arrebato impúdico como el de la máxima luminaria de la “selfie” como star-system, el actor border James Franco que, al cierre de esta columna, tiene 1.316.017seguidores en Instagram que festejan sus audacias máximas: posar con el culo al aire o con una máscara de Batman salpicada de… ¿crema de enjuague? ¿semen? En la exigencia de aprobación o escándalo, la autofoto nos tienta con la promesa del éxito fugaz en una época de docu-realities o videos porno caseros develados al gran público: aun ignotos, fantaseamos con la idea de tener una legión de fans anhelantes que nos levanten el pulgar y de que un paparazzi nos robe una instantánea en el gimnasio o en la cama. Para acelerar el proceso, hacemos el trabajo sucio nosotros mismos. ¿Qué estás pensando? Compartir. ¡Me gusta!
Ahí donde los teóricos hayan visto señales de melancolía o síntomas de muerte en cada fotografía, la “selfie” congela un instante de la vida que se anuncia eterno pero que se olvida a los quince minutos. Si la foto tradicional tiene un afán perdurable, la autofoto es comida chatarra: saciados al minuto, nos morimos de hambre media hora después del atracón.
Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.