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La nueva realidad del viejo reality

El infierno son los otros, dijo el filósofo que nunca vio un reality show. Aislados en una casa montada en los estudios de la cadena CBS, los participantes de Big Brother hacen lo mismo que nosotros en cuarentena (nada) y añoran los días del aislamiento en soledad. En plena pandemia se estrenó en la televisión estadounidense la temporada 22 del reality más célebre de la historia y nunca Gran hermano fue tan paródico. Con la tercera parte de la población mundial confinada en sus hogares por el coronavirus, el programa que propone el encierro compartido como el mayor de los infiernos plantea una pregunta de época: ¿qué pasa cuando el aislamiento artificial del reality televisivo se convierte en la realidad de casi todo el mundo?

 

Un género en crisis por la cuarentena: ¿quién querría meterse en una casa ajena cuando ya está harto de estar en la suya?

 

La pulsión narrativa del reality show es la excepcionalidad: se empuja al participante a la situación límite. La ausencia de trama insiste en hallar el romance fatigoso, la conspiración zonza o la peleíta a muerte por el tema trivial: más o menos lo mismo que vivió cualquiera que haya pasado la cuarentena con otros. En los Estados Unidos, la meca del reality, el regreso de Big Brother supuso una módica pedagogía sobre los modos de prevención (una casa atestada de barbijos y alcohol en gel: se calcula que los costos de protección contra el virus llegan al veinte por ciento de la producción) y aunque no faltaron las chicanas o las traiciones, el hastío fue compartido en los dos lados de la pantalla. “La cápsula herméticamente sellada, lo que alguna vez fue una aventura escapista para los espectadores, ahora simplemente se ve como la vida común de la gente viviendo bajo las restricciones de la COVID”, escribió la crítica televisiva de la revista Vanity Fair. Si el mandato esencial para el espectador del reality es convertirse en testigo voluntario de lo que pasa con una persona común sometida a circunstancias extraordinarias, estos tiempos exigen al formato aquello que puede ser revulsivo: un televidente encerrado que mire a otra persona sumergirse en una multitud sin tapabocas o que pase la lengua por manijas y picaportes.

 

¿Quién querría meterse en una casa ajena como la de Gran hermano, autobautizada aquí “la casa más famosa del país”, cuando ya está harto de estar en la suya? En los Estados Unidos, el reality parece dar sus últimos suspiros y en la Argentina nadie piensa en revivirlo. El formato no se agota por la falta de novedad sino por el exceso de ella: todos vivimos nuestra propia versión de Gran Hermano, una en que jamás se nos nomina ni se nos invita a dejar la casa.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.