L

La pequeña gran novela americana

“Era una de esas raras sonrisas capaces de tranquilizarnos para toda la eternidad, que sólo encontramos cuatro o cinco veces en la vida”: así describe Nick Carraway a su nuevo amigo Jay Gatsby y aunque uno, por la influencia retínica del cine, a esa sonrisa le superponga la sonrisa de Leonardo DiCaprio, también es capaz de imaginar otro rostro más curtido: el del antihéroe definitivo. Se cumplen cien años de la publicación de El gran Gatsby, la novela capital de Francis Scott Fitzgerald, y el centenario motivó la organización de “fiestas Gatsby” en varias ciudades del mundo, resucitó el traje de lino blanco (como reportó hace algunos domingos en este suplemento la colega Juana Libedinsky desde Nueva York) y justificó la publicación de el pequeño gatsby, con el título todo en minúsculas, el último ensayo de Rodrigo Fresán, un manual para descubrirla o redescubrirla y confirmar que es la ballena blanca de la literatura: la Gran Novela Americana.

 

A 100 años de la publicación de El gran Gatsby, Rodrigo Fresán escribió un manual para descubrirla o redescubrirla.

 

Motivado por la efeméride, volví a leer el libro. No es tan raro: Fresán cuenta que el legendario editor Francisco “Paco” Porrúa lo releía una vez por año. Su propósito era el mismo de cualquier lector reincidente: “Intentar comprender cómo Fitzgerald había producido semejante milagro”. Si la idea de la Gran Novela Americana, tal como la definió Henry James, es un mito central de la cultura de nuestra época en tanto se proponga, y tan pocas veces lo consiga, explorar los confines del multiverso de la identidad de los Estados Unidos, El gran Gatsby es el colmo del gran sueño americano. En menos de doscientas páginas, condensa la fábula del hombre que paga un precio muy alto por vivir demasiado tiempo con un solo sueño.

 

“Si puedes hacerlo aquí, puedes hacerlo en cualquier lado”, dice la canción New York, New York, el himno no oficial estadounidense. Y Gatsby lo hace: “Eso de volver a empezar pero corregido y aumentado”, según Fresán. Romántico errado, porque es de los que creen que el éxito trae el amor y no al revés, Gatsby es un personaje precursor de lo que vendría en el siglo del ultracapitalismo, un adelantado en tiempos de la belle époque: ahí donde se valore mostrar más que ver, un niño rico que tiene tristeza y que la espanta montando fiestas. “Fiestas del anfitrión que, para sus invitados y no-invitados, son un oasis”, escribe Fresán: “Pero al frente de todo eso está un hombre que no es otra cosa que un espejismo”. La moraleja es evidente: la riqueza material no ahuyenta la bancarrota emocional y Gatsby, como le pasaría algunos años después a otro demiurgo de sí mismo (el ciudadano Kane), tiene todo pero le falta justito eso que más quiere.

 

Como en Vértigo, la película de Alfred Hitchcock, El gran Gatsby demuestra la imposibilidad del futuro de repetir el pasado. Y sin embargo, repite el encanto de la primera vez aunque uno la haya leído muchas veces. Acaso eso mismo la convierte en un clásico irrefutable, no sólo porque todos sepan de qué se trata aunque no la hayan visitado ni porque la expresión “a lo Gatsby” sirva para entender un tipo de hombre obsesionado por la apariencia: como concluye Fresán, lo es porque “persigue y alcanza aquello que sólo capturan los más indiscutibles clásicos: no el apenas imitar la vida sino el reemplazarla por completo por algo mucho mejor, mejor escrito”.

 

Publicado en La Nación

CategoriesSin categoría
Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.