En una falla espacio-temporal, imagine que los programas de tasadores de la madrugada en lugar de comprar y vender oro se dedican al comercio de… canela. Es que la Cinnamomum verum alguna vez fue más valiosa que el oro, tanto que Alejandro Magno quiso invadir Arabia para quedarse con la canela que crecía allí: de la idea de que aun las cosas más cotidianas tienen una historia fascinante se nutre El origen de las especias, el libro del periodista noruego Thomas Reinertsen Berg que se acaba de publicar acá y que repasa la mitología de las sustancias que condimentan nuestros alimentos. Si hoy se multiplican en los pasillos del supermercado o la dietética, hace algunos siglos provocaron guerras, incendios y naufragios y despertaron el capricho del líder con ansias de conquistador: “¡Me importa un comino!”.
Hoy se multiplican en los pasillos del supermercado pero hace algunos siglos las especias provocaron guerras, incendios y naufragios.
El libro es una delicia. Entre las seis especias más importantes (la canela, el jengibre, el cardamomo, la nuez moscada, el clavo de olor y la pimienta) se reparten anécdotas fabulosas, como aquella vez en que permutaron una isla por una ración de nuez moscada o cuando Plinio el Viejo dijo, al probar la pimienta: “¿Quién fue el primero en intentar utilizar esto como alimento?”. Las especias son muy valoradas por distintos motivos más allá de la razón obvia, que dan buen sabor a las comidas. En la India legendaria se descubrieron sus propiedades medicinales, y entonces se limpiaban las habitaciones de los enfermos con humo de canela y clavo de olor, y en varias civilizaciones antiguas el vínculo entre especias y erotismo fue tan intenso que se pensaba que mejoraban tanto el deseo como la fertilidad. “Los griegos quemaron canela para Apolo, los egipcios para Amón, y tanto en el Génesis como en el Levítico, Dios da instrucciones detalladas para las ofrendas”, escribe Reinertsen Berg: “‘Es una ofrenda conmemorativa de olor agradable al Señor’”. Además del olfato y el gusto, las especias despiertan otro sentido, vinculado menos al placer sensual que a un pecado capital: la codicia.
“Ningún otro producto ha contribuido más a vincular Oriente y Occidente, sur y norte, que las especias”, dice el autor: “Son las raíces más antiguas y profundas de la economía mundial”. Puede parecer mucho, pero no: en 1776, Adam Smith escribió que “el descubrimiento de América y de un paso a las Indias Orientales a través del cabo de Buena Esperanza son los dos mayores y más importantes acontecimientos registrados en la historia humana”. Los dos se hicieron para encontrar especias. Y como sucedió con el café (el segundo commodity del mundo después del petróleo, disculpen mi obsesión…) o el cacao, la consagración de las especias provocó un fenómeno que transformó el planeta: la fundación del comercio mundial alrededor de bienes extremadamente locales. Para Reinertsen Berg, “la especia muestra cómo el mundo ya estaba globalizado mucho antes de lo que hoy llamamos la era de la globalización”.
A plata de hoy, un kilo de azafrán español cotiza unos diez mil euros. ¡Una fortuna! En El origen de las especias, se aprecia cómo el olor de las latitudes del sur finalmente conquistó las mesas del norte, en un tránsito en el que algunos ingredientes quedaron colgados de un árbol y otros se convirtieron en oro en polvo: en la paródica reinterpretación de Darwin, la supervivencia del más picante.