Una huelga general de clics: imagine que todos los usuarios de internet nos ponemos de acuerdo y por un tiempo, pongámosle un día o dos, no damos ningún “me gusta”. ¿Ayudaría a mitigar la tecno-tristeza? “Deslizar, compartir y poner ‘me gusta’ se sienten como rutinas mecánicas, gestos vacíos. Hemos comenzado a borrar amigos y a dejar de seguir, pero no podemos permitirnos eliminar nuestras cuentas, ya que esto implica un suicidio social”, escribe el investigador holandés Geert Lovink en Tristes por diseño, su ensayo recién publicado acá en el que analiza las redes sociales como la ideología de una época en que el tedio, pero también la tristeza, nos llevan a desplazar el dedo sin posibilidad de fuga: ya no hay más “social” fuera de las redes sociales.
En el ensayo Tristes por diseño se plantea que las redes sociales generan tristeza al no proponer nada “social” fuera de ellas mismas.
“En tanto la plataforma y el individuo se vuelven inseparables, las redes sociales se vuelven idénticas a lo ‘social’ en sí mismo”, escribe Lovink, teórico de medios y crítico de internet de la Universidad de Ciencias Aplicadas de Ámsterdam. En este libro se ocupa de fenómenos muy actuales, como el culto a las selfies, la política de los memes, la proliferación de fake news, la adicción a la conexión y el nuevo narcisismo por defecto, pero no en tono académico sino casi emocional porque todo esto no nos pone más contentos, al contrario: más tristes. El 99 por ciento más pobre del mundo anhela para sí el estilo de vida exclusivo del otro 1 por ciento (“la aspiración del planeta H&M”, la define Lovink) y con la impotencia llegan la frustración y el odio. Cada pieza que subimos a nuestras redes sociales busca alcanzar la marca de lo extraordinario, sean un atardecer paradisíaco o un manjar exótico (nadie postea la foto de un plato de fideos con manteca y queso) y esa autopromoción constante nos convierte en pasantes de marketing de nosotros mismos: según Lovink, “no podemos tan sólo tener una vida, sino que estamos condenados a diseñarla”.
A casi treinta años de su nacimiento como la conocemos, puede que internet ya exhiba los signos de una crisis de la mediana edad. Si es cierto que no hay nada más triste que un Dios muerto, como dijo Julia Kristeva, cierta cultura de internet está en coma: “La novedad se ha ido, la innovación se ha ralentizado, la base de usuarios se ha estabilizado”. En un momento de aburrimiento, podemos conectarnos a Facebook, a TikTok o a Instagram y levantar los ojos una hora después, preguntándonos cómo pasó tan rápido el tiempo y si valió la pena gastarlo en una experiencia tan poco estimulante pero a la vez nada desagradable. Ni apocalíptico ni integrado, Lovink se apoya en pensadores como Žižek, Levi-Strauss, McLuhan o Habermas para deducir cómo las redes sociales se volvieron “el nuevo estado de lo normal” al punto de que la sugerencia misma de abandonarlas está más allá de nuestra imaginación. Ahí donde parezca imposible cerrar sesión, la huelga general de clics puede ser el inicio de la lucha.
La tecno-tristeza no tiene fin y nunca toca fondo. El algoritmo sabe pegar allí donde duele, con un carrusel de fotos de piscinas para aquel que se muere de calor frente a un ventilador o con un carrete de hamburguesas en el feed (je) del que empezó la dieta. “No hay una sola manera de hacer infelices a todos”, concluye Lovink: “La tristeza te será hecha a medida”.
Publicado en La Nación