Durante enero y febrero, disfrutá de las lecturas de verano: fragmentos del #LibroCafé.
El que tiene la idea fija encuentra una vulva en un grano de café. Las dos mitades similares pero jamás simétricas, como nada en la naturaleza, se unen por el medio para dibujar una raja que sería el umbral de la vida. “¿Lo dejamos acá?”. Una liturgia del psicoanálisis interrumpe el divague en la sospecha de la epifanía, cuando el obsesivo descubre el temor a ser engullido por una vagina dentada; ahí donde el paciente desconfiado pueda suponer que el analista se aburre (en el peor de los casos: se duerme) o que el afán productivo lo empuja a comprimir tres turnos en una hora y por eso siempre se lo percibe apurado, mis veinte años como paciente crédulo me animan a creer que la frase clave, asertiva en su afirmación, muta en interrogativa con el punto final y estimula toda una semana de razonamientos enrulados. ¿El umbral de la vida? Lo dejamos acá. Acaso haya pensado eso Sigmund Freud, adherente célebre de la cafeína y de la cocaína, eternizando una tarde, y otra, y otra, en la mesa del Café Landtmann de Viena, mientras hacía tiempo entre consultas y se debatía en la rivalidad con el discípulo también cafeinómano, Carl Jung, que en la manía de exigir una, dos, tres tazas habría acuñado su frase inmortal: “Lo que resiste persiste”.
Las relaciones carnales entre el café y el psicoanálisis están en la matriz de un vínculo que comparte cierta razón de ser: la resolución de problemas. Si la “charla de café” pudo reemplazar a la sesión arancelada de los más renuentes a pagar por hablar, en la mitología psicoanalítica porteña se cuenta la historia, siempre repetida pero jamás confirmada, de una concurrida confitería del Barrio Norte donde los pacientes del analista más reputado de los años ’60 esperaban que el gurú los mandara a llamar desde su consultorio del piso de arriba, sin horarios ni patrones; uno sabía cuándo llegaba pero nunca cuándo se iba del bar convertido en sala de espera improvisada y populosa, con las mesas de fórmica pobladas de angustiados que hacían tiempo y cuyo ánimo los inspiraba a pedir la bebida típica de la casa: una lágrima. Muy lejos en tiempo y en distancia de las cuitas de un diletante porteño, a principios del siglo XX, las cafeterías de Viena también funcionaban como confesionarios improvisados y sus salones eran frecuentados por ilustres y desconocidos que se rendían ante el poder iluminador de la infusión. “A su manera, el descubrimiento del café es tan importante como la invención del telescopio o el microscopio, en razón de que el café intensificó y modificó inesperadamente las actividades y capacidades del cerebro humano”, comparó el escritor alemán Heinrich Eduard Jacob, habitué de los bares del Imperio Austro-Húngaro en el cambio de siglo, como aquellos que en 1913 albergaron la improbable convivencia de Sigmund Freud y Carl Jung, Josef Stalin y Leon Trotski, Adolph Hitler y el mariscal Tito.
“Estaba sentado en la mesa de un café cuando la puerta se abrió y entró un hombre”, escribió Trotski, que estaba exiliado en Viena, donde publicaba un periódico revolucionario titulado Pravda (“Verdad”): “Era bajo, delgado, con una piel macilenta cubierta de marcas… No vi nada en sus ojos que representara amistad”. Así recordó su encuentro con el hombre que, en los últimos años de la Rusia zarista, todavía se llamaba Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, aunque su familia le dijera “Koba, el terrible” y la humanidad lo haya recordado como Josef Stalin. Los futuros mártir y dictador, respectivamente, de la aún nonata Unión Soviética eran apenas dos de los parroquianos que coincidían en los cafecitos vieneses. Un psicótico de 24 años llamado Adolf Hitler pasaba las tardes sentado frente a un cuaderno de bocetos en el Café Central mientras arañaba la ambición de ser un gran pintor aunque se deslucía como alumno mediocre de la Academia de Bellas Artes de Viena. Y todas las tardes, a la salida de la fábrica de autos Daimler, el croata Josip Broz se gastaba el jornal en los bares mientras alumbraba sus ideas de “socialismo feliz”. Como amo total de Yugoslavia, el país-engendro que estaba a punto de ser inventado, el mariscal Tito encontró en las confiterías vienesas un argumento para su idea de que el hedonismo puede ser de izquierda. Comunista con estilo, el “dandi rojo” escribió un libro que mandó a imprimir de a millones para repartir entre sus compatriotas: no una versión balcánica de El libro rojo de Mao o El libro verde de Kadafi sino El libro de cocina de Tito, un compilado de 255 páginas con las recetas para preparar un pollo a la Kiev o un café vienés.
“La cultura del café y la noción del debate y la discusión en los bares fue una parte importante de la vida vienesa, entonces y ahora”, escribió Charles Emmerson en 1913: In Search of the World Before the Great War (“1913: en busca del mundo antes de la Gran Guerra”), un libro que persigue el motivo para explicar aquella imprevisible cumbre histórica. La Biblia y el calefón, en once idiomas además del alemán. Acaso más que en ningún otro lugar, las cafeterías vienesas se aprovecharon de la cafeína como carburante intelectual: si es cierto que parte de aquello que las hizo tan importantes es que todo el mundo las frecuentaba, en el rejunte se alimentó de una cruza de intereses y disciplinas con el café como hilo conductor y con los distintos saberes mezclados en un promiscuo revoltijo. Sentado hacia el fondo del Landtmann, Freud semblanteaba a los parroquianos que entraban, mientras la polémica en el bar creaba un folklore de sabihondos y suicidas. “Había un emigrado ruso poco conocido, de apellido Trotski, que durante la Primera Guerra Mundial tenía el hábito de jugar al ajedrez en el Café Central de Viena todas las tardes”, escribió Manfred Mann en su libro Coffee Houses of Europe (“Cafeterías de Europa”): “Era un refugiado ruso típico que hablaba demasiado, pero parecía completamente inofensivo, una figura patética, en realidad, desde el punto de vista de los vieneses. Un día de 1917, un funcionario del Ministerio de Asuntos Extranjeros austríaco entró corriendo a la oficina del ministro, jadeante y descompuesto, y dijo a su jefe: ‘Su Excelencia, ¡estalló la revolución en Rusia!’. El ministro, menos excitable y crédulo que su empleado, rechazó una afirmación tan disparatada y replicó tranquilamente: ‘Retírese, Rusia no es tierra donde pueda estallar una revolución. Además, ¿a quién demonios se le ocurriría hacer una revolución en Rusia? ¿Acaso a herr Trotski, el del Café Central?’”.
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