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La tragedia de un hombre que hace agua

¡Hombre al agua! El grito de alarma que teme oír cualquiera que suba a un barco no se escucha por ningún lado. Ni a proa ni a popa, ni a babor ni a estribor. ¿Cuánto tardarán en darse cuenta de que Henry Preston Standish, un digno corredor de bolsa neoyorquino de la década del ’30, cayó por la borda del Arabella, el buque al que subió para escapar de la rutina y recuperar cierta alegría de vivir? El dilema es el nudo de Un caballero a la deriva, la novela de Herbert Clyde Lewis que ahora se reedita como una moraleja vital para esta época de insatisfacción. Soy de los que aconsejan: “Si encontraste tu zona de confort, quedate ahí”.

 

Cuando parece imposible que ningún pasajero advierta el vacío que deja un “hombre tan notable”.

 

“O sea, estaba en el barco, a salvo, seguro, con buena comida, y catapum: un resbalón y me encuentro en un mundo totalmente diferente en cuestión de segundos”, piensa Henry mientras hace la plancha en el océano Pacífico a la espera de que en el barco noten su ausencia y den la vuelta para buscarlo. La reflexión es análoga a su vida unas semanas atrás. O sea, estaba en la oficina, a salvo, seguro, con buena plata, y catapum: un impulso y se encuentra en un buque que lo lleva de Hawái a Panamá en cuestión de días. Pero en el Arabella nadie nota su falta. Joven y fuerte, Henry aguanta: parece imposible que ningún otro pasajero advierta el vacío que deja un hombre tan notable pero las horas pasan, el barco se aleja y él mismo se convierte en un “insignificante bulto de vida en un mundo inmenso”. En la emergencia, se da cuenta de lo obvio: en la vida y en el agua, es muy difícil mantenerse a flote.

 

Publicada en 1937, Un caballero a la deriva estuvo olvidada durante décadas hasta que las nuevas generaciones la redescubrieron hace poco tiempo así como otros textos de Lewis, que además de escritor fue guionista de Hollywood. Según el crítico español Alberto Olmos, esta novela es como Esperando a Godot pero con más agua (para Salman Rushdie, Godot representa la muerte y Henry espera morirse o que lo rescaten, lo que suceda primero). La fábula puede leerse como la clausura de la literatura de náufragos o la inauguración de la literatura de desganados, algún tiempo antes de la novela El hombre del traje gris de Sloan Wilson, el cuento “El nadador” de John Cheever o la saga de Conejo que perpetuó John Updike: “En una vida acosada por las preocupaciones y las responsabilidades, como correspondía a su posición social, ese viaje siempre destacaría por ser algo sencillo y bueno”, se dice Henry, precursor del padre de familia que bajó a comprar cigarrillos y no volvió. En su vida cotidiana, “siempre hacía lo que había que hacer, aunque sin entusiasmo”. Sobreviviente de la Gran Depresión, el antihéroe está bajoneado: una melancolía, algo triste e intangible impregna al que bebe, fuma o ama con moderación. 

 

El traje gris es inútil para Henry en medio del océano y aunque en su desnudez de náufrago al principio le preocupe que pueda ser rescatado en paños menores, porque sus primeros pensamientos tienen más que ver con la vergüenza que con el miedo, finalmente descubre una nueva noción de integridad: “Pensó que nunca olvidaría la intensidad de aquel momento. El mundo estaba lleno de dignidad. Y dignidad era lo que un hombre necesitaba para vivir en paz”. Lejos de los mandatos y las preocupaciones, fluye tranquilamente, sin hacer apenas ruido.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.