Dicen que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado. Si el azar tiene música, acá da la nota: mientras va a visitar a un cliente que escucha una filtración fantasmagórica, un plomero pasa por la puerta del centro cultural de una ciudad de provincia y ve a Clara, una artista que descuelga sus cuadros. El comienzo de Clara y confusa, la novela de la escritora chilena Cynthia Rimsky que ganó el Premio Herralde este año, marca el tono de una relación de amor, tortura y dependencia que durará por lo menos cinco años. El encuentro fortuito tiene la temperatura de lo flamígero: es uno de esos escasos momentos de la vida en que la realidad se derrite.
“Clara y confusa”, la novela de la escritora chilena Cynthia Rimsky, marca el tono de una relación de amor, tortura y dependencia.
“Me gusta que con mis novelas nunca se pueda decir de qué se tratan”, confiesa Rimsky, que vive en la Argentina desde hace varios años, en una entrevista periodística: “La literatura no da explicaciones, despliega las contradicciones y la confusión”. La oposición aparente del título es un anticipo de lo que se va a leer: la trama es simple (el plomero tiene una relación con la artista, descubre un tongo en su sindicato, asiste a la fiesta popular del pastelito criollo…) pero sugiere una capa oculta bajo la realidad simplona. El amor y la corrupción, el azar y el arte: dividida en tres capítulos organizados por una lógica temporal (en el primero transcurren cinco años; en el segundo, cinco días; y en el tercero, cinco horas), la novela literalmente despliega, como en las secuencias oníricas de la película El origen, pequeños acontecimientos delirantes que involucran un Porsche, un ataúd alquilado o un serrucho telescópico. Y si en la trama pueden hallarse evidencias de una revelación sobre el amor o el arte, la moraleja es que en lo común se esconde lo extraordinario: como dice María Moreno, “el estilo de Rimsky es el de una epifanía calma”.
Bajo el amparo de San Lucas, el patrono de los artistas visuales, el plomero alcanza su propia iluminación: “Para alguien que aprecia el arte la confusión no es alarmante”, se dice y confía la existencia a aquello que no se puede explicar, como la filtración que escucha el cliente aunque no hayan gotera ni pérdida (“las artistas verdaderas no gastan en plomeros, convierten la filtración en una obra”, opina una crítica de arte). En Clara y confusa, la realidad tiene el espíritu de la fábula y aunque no siempre exista una moraleja, la elipsis del antihéroe termina siendo un aporte más a la confusión general: “Respecto a mí, el héroe dispuesto a encontrar a los culpables y a restituir al gremio a su ética, quedé convertido en sapo”.
¿Y el café?
Con la lógica inapelable de los patronímicos como el del abogado Garrote, especialista en violencia familiar, o el del doctor Gatti, presidente de la asociación de veterinaria felina, uno de los plomeros de Clara y confusa se apellida Del Caño: “La cuenta –gritó Del Caño–. Yo pago un café”. En el bar Platón, donde se reúnen los miembros del sindicato de plomeros, “habían pedido al menos una docena de cafés, medialunas, tostados, gaseosas, para acompañar los chismes sobre la corrupción del gremio”. Si el agua es el ingrediente esencial para preparar la infusión, y es el elemento sobre el que trabaja este oficio siempre procurando iniciar o interrumpir su flujo, tiene sentido que en cada reunión gremial pidan una buena dotación de café: bien tirado y limpito, sin la consistencia del agua turbia que sale de un caño de plomo viejo.