Fascinado por el viaje, un amigo recién llegado de la India me contó el hallazgo que más le impresionó: “Allá no creen que la muerte sea el fin sino el principio”. ¡Qué alivio para las fobias y las manías, o las neurosis y las hipocondrías, tan caras al ideario de nuestra época! Huir de la muerte, y no aceptarla aun en lo inevitable de su conclusión, es la tentación actual: por eso resulta vital la reedición de Morir en Occidente, el libro que el historiador francés Philippe Ariès escribió hace casi cincuenta años y que revisa el vínculo con la muerte desde la Edad Media hasta estos días. Si antes los humanos se sentían tan cercanos con los muertos como familiarizados con su propia defunción ahora la voluntad de esquivarla se devela como una empresa inútil: siempre llega.
El libro Morir en Occidente, del historiador francés Philippe Ariès, revisa el vínculo con la muerte desde la Edad Media hasta estos días.
“Los cambios del hombre ante la muerte son de por sí muy lentos, o se ubican entre largos períodos de inmovilidad”, escribió Ariès para dar marco histórico a un milenio de actitudes humanas ante el final de la vida. Son lentas, y a veces ignoradas, pero hubo grandes transformaciones en esa relación traumática: hace algunos cientos de años, los moribundos estaban advertidos porque nadie moría sin haber tenido tiempo de saber que iba a morir (“de otro modo, se trataba de la muerte terrible, como la peste o la muerte súbita, y realmente era necesario presentarla como excepcional, no hablar de ella”). El futuro finado esperaba la muerte acostado, en paz: de cara al cielo. Y así el fallecimiento se celebraba como una ceremonia pública y organizada, con ritos despojados de drama y sin emociones excesivas. La “muerte domesticada”, llamó Ariès a ese partir pacífico y sereno: “La actitud antigua, donde la muerte es al mismo tiempo familiar, cercana y atenuada, indiferente, se opone demasiado a la nuestra, donde da miedo al punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su nombre”.
Ahora la gente muere casi a escondidas: al moribundo se le niega el dato sobre la gravedad de su estado y el carácter metafísico del fallecimiento se ignora por una idea de la discreción como forma moderna de dignidad. En el pasado, era importante que los parientes, los amigos y los vecinos participaran de una despedida colectiva y jamás se privaba a los chicos del ritual. “No existe imagen de habitación de moribundo hasta el siglo XVIII sin algunos niños”, escribió Ariès, que revisó decenas de obras artísticas para la investigación de Morir en Occidente y allí comparó las actitudes antiguas y modernas de convivencia con lo definitivo. En el presente, se despoja al moribundo y a los deudos del espectáculo de la muerte (más ahora, cuando ya casi no se celebran velorios y los funerales son apenas trámites administrativos) y se restringe la despedida al círculo intimísimo, tal como el dicho popular delata al colado: “¡Quién te dio vela en este entierro!”.
Estirar la pata, irse de gira, quedarse seco o salir con los pies para adelante: los eufemismos expresan lo que no nos animamos a decir. La “crisis contemporánea de la muerte”, según la definió el maestro Edgar Morin en su ensayo El hombre y la muerte, es de todas las zonceras humanas la más estéril porque se propone negar lo inevitable. Maldita, prohibida y desterrada, la muerte occidental se volvió un episodio vergonzante, aun cuando pasemos toda una vida esperando la carroza.
Publicado en La Nación