“Mataría por tener más seguidores”. El deseo íntimo de la influencer puede derivar en desastre porque, ya lo dijo Santa Teresa y lo confirmó Truman Capote, más lágrimas se derraman por las plegarias atendidas que por las no atendidas. En Las seguidoras, la serie brasileña que se acaba de estrenar en Paramount+, la ambiciosa Liv empieza celebrando sus primeros cien mil followers pero, inevitablemente: quiere más. Y eso la conduce al crimen. Ferozmente paródica, es una comedia negra de época en la que el unboxing consiste ya no en abrir un regalo de canje sino en sacar de una caja los restos descuartizados de un hater.
La red social, como una trampa fatal: la serie que muestra hasta dónde son capaces de llegar algunos para conseguir seguidores.
Perdón por tantos anglicismos: es el lenguaje de internet. La web se expresa con el inglés como idioma dominante y la red social, con la semántica de una secta: uno tiene “seguidores” como tienen los pastores. Entonces, ¿cómo aumentar el rebaño? Acaso inspirada por el programa de la TV brasileña sobre casos policiales que, escaso de asesinatos, mataba para conseguir la exclusiva de los crímenes (esto sucedió en la realidad), Liv canaliza la furia que despiertan un bloqueo o una foto desfavorable a cuchillazos. “Es más fácil matar, descuartizar, transportar, embalsamar y ocultar un cadáver que pasar por el tribunal de internet”, se lamenta: el riesgo no es tanto que vaya a la cárcel sino que le cierren la cuenta. En Las seguidoras se delatan algunas taras de estos tiempos: la vida del influencer organizada alrededor de un producto a cambio de una mención comercial, la fantasía de acceso a la intimidad de una figura pública (¡bendito tilde azul!) o la cancelación definitiva del que pueda decirse que “no resiste un archivo”. Escrita por Manuela Cantuária, la serie de seis episodios actualiza el sistema operativo de Serial Mom, la película que John Waters filmó en los 90, con una bipolaridad similar: la oposición y dependencia entre vida alegre o bobalicona y el asesinato serial para mantener feliz a la cría (los hijos o los seguidores).
Una crítica cultural dice que la red social es el Tamagotchi de hoy: un aparato que exige que se lo alimente de manera continua porque se muere. Si el aro de luz, la camarita y el micrófono se confirman como los elementos indispensables de aquel que pretenda tener influencia, la narrativa de Instagram siempre exige más: lo único que no se tolera ni perdona es aburrir. A cargo del tutorial “cómo limpiar la escena del crimen”, la influencer desesperada se juega todos los likes: en su búsqueda de espectadores, apela al opuesto exacto del “vivo”.