“Escribe borracho, corrige sobrio”: la frase, que una mitología de lo etílico le atribuye falsamente a Hemingway, tanto como que escribía siempre parado o que mató a un elefante con las manos, se repite en los talleres de escritura como conjura contra el bloqueo y estímulo a la inspiración (yo prefiero aquella más esotérica de Stephen King: “Un trabajo es procurar que el muso sepa dónde encontrarte a diario desde las 9 a las 12, o desde las 7 a las 3; si lo sabe, te aseguro que tarde o temprano se presentará con el puro en la boca y la magia en el saco”). Si es cierto que de los once escritores estadounidenses premiados con el Nobel de Literatura cinco eran alcohólicos conocidos (además de Hemingway, también Sinclair Lewis, Eugene O’Neill, William Faulkner y John Steinbeck) del dato podrá inferirse que, más que un pacto con el diablo, el talento emana de un culto al dios Baco.
El vino como “sustancia galvánica”, según la definición de Roland Barthes, goza de una mitología variada que se extiende desde su semejanza con la sangre de Cristo hasta su virtud como bebida liberadora, en tanto sea necesario perder la cabeza o soltar la lengua para entregarse a la comisión de un arte genuino. “El vino es ante todo una sustancia de conversión, capaz de cambiar las situaciones y los estados, y de extraer de los objetos sus contrarios, de hacer, por ejemplo, de un débil un fuerte, de un silencioso un parlanchín”, escribe Barthes en sus Mitologías: “De allí proviene su vieja herencia alquímica, su poder filosófico de transmutar o de crear ex nihilo (de la nada)”. En los misterios dionisíacos de su pócima, el vino actuaría como el catalizador de la hemorragia creativa, en tanto levante las barreras de la represión y deje fluir el subconsciente, una operación tan certera para la buena escritura como el dicho que repiten las tías: “Los chicos, los locos y los borrachos siempre dicen la verdad”. Y se sabe que toda literatura que merezca ser leída necesita alguna forma de Verdad.
Para Barthes, el vino siempre será esencial para el escritor porque “lo librará de los mitos, lo sustraerá a su intelectualidad, lo igualará al proletario; a través del vino, el intelectual se aproxima a una virilidad natural y por ese camino imagina escapar de la maldición que un siglo y medio de romanticismo continúa haciendo pesar sobre la cerebralidad pura”. Pero ahí donde a Hemingway el vino le haya dado frutos en su ambición de escritura “física”, otros escritores más estoicos como Balzac o Voltaire se asumieron como cerebrales y alumbraron sus zonas oscuras con litros y litros de café: desde los tiempos remotos de los derviches islámicos que tenían vedado el alcohol para sus largas disquisiciones, la bebida del intelecto o, como se bautizó en su llegada a Europa, “el vino árabe”.
Publicado en diario Perfil
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Vino para inspirar
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