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Y si este febrero por fin tuviera 30 días…

Dígame: ¿qué tiene planeado para el martes 19 de enero de 2038 a las 3 horas, 14 minutos y 7 segundos? Agéndelo. Será el próximo fin del mundo. Ese día llegará a su límite el tiempo informático: el reloj interno de las computadoras, programado en 1970 con un cálculo arcaico, podrá colapsar como se dijo que lo haría en el año 2000. Parece tremendista, sí: pero fuere por el calendario maya, el paso del cometa Halley o las profecías de Nostradamus, el apocalipsis ya se predijo 182 veces en la historia así que… ¿por qué no una más? Esta es una de las preguntas, entre muchas respuestas, que el físico francés Olivier Marchon hace en 30 de febrero y otras curiosidades sobre la medición del tiempo, un ensayo fascinante recién publicado acá, donde se divulga que algunos años duraron 445, 385 o 251 días y que los soviéticos inventaron una semana de cinco jornadas, entre otras anécdotas insólitas que delatan un antiguo anhelo de la humanidad: controlar el tiempo.

El tiempo, tanto o más que el espacio, es un objeto político: hay que ocuparlo, poseerlo, para controlar mejor los espíritus.

“Nombrar el tiempo, contarlo, brinda la ilusión de que lo controlamos y permite tal vez ahorrarnos la pregunta angustiante de su esencia”, escribe Marchon, que se hizo el tiempo (je) para participar de la última Noche de las Ideas hace algunas semanas en la costa atlántica bonaerense. Desde Julio César hasta Iósif Stalin, la medición del tiempo fue una obsesión para aquellos que pretendieron el dominio del mundo. “Y eso porque el tiempo, tanto o más que el espacio, es un objeto político: hay que ocuparlo, poseerlo, para controlar mejor los espíritus”, concluye Marchon. En los ratos libres que le dejaba su cortejo a Cleopatra, Julio César aprovechó sus estadías en Egipto para encargar al astrónomo Sosígenes un nuevo calendario (el juliano, que se usó durante seiscientos años) y, con el objetivo de optimizar el rendimiento del proletariado ruso sin sábado inglés ni domingo cristiano, Stalin dispuso una semana de cinco jornadas y un nombre cromático para cada uno de esos días: amarillo, rosa, rojo, violeta y verde. Como (casi) todo en la Unión Soviética: no funcionó.

El tiempo (ese “reloj marchando en soledad”, según la poética definición del astrónomo Camille Flammarion) parece ser lo más preciso e inapelable del mundo, pero en realidad es algo caprichoso: tanto como que el calendario que usamos ahora, ordenado por el papa Gregorio XIII en 1582, disponga que haya un 29 de febrero cada cuatro años. Pero no se confíe. Si Suecia tuvo un 30 de febrero allá por 1712, en seis días vigile el calendario: del tiempo puede esperarse cualquier cosa menos que sea exacto.

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.