Si en las afueras de Ginebra opera la Máquina de Dios, en la fábrica de Nespresso yo me siento en el Paraíso. Nomás bajar del minibus que hace los 120 kilómetros hasta el pueblito de Avenches, el aroma a café te pega una cachetada embriagadora. ¡Este es mi lugar en el mundo! Con la precisión y la vocación por la seguridad de los suizos (“un solo accidente ya es demasiado”, recibe un cartel con el rostro en primerísimo primer plano del presidente de Nestlé), al visitante se le indica que debe deshacerse de celular, reloj, anillo o cualquier objeto que la impericia de una manito torpe pueda dejar caer adentro de una máquina. En minutos, estoy vestido con un mameluco marroncito y, si para el maestro Tom Wolfe el “beige” era sinónimo del menos inspirado ejercicio del periodismo, aquí no tengo vergüenza de ser un hombre café-con-leche de pies a cabeza (otra señal de previsión: ya en Buenos Aires se me había pedido mi medida de ropa, S, y mi talle de zapatos, 40).
La superfábrica de Nespresso es el centro espiritual de un caserío de 3.000 habitantes fundado por los romanos en la época del Imperio y entonces conocido como Aventicum. Con la arquitectura intacta, el turista soñador imagina un encuentro fortuito con Asterix o Asuranceturix. ¡Por Belenos! ¡Por Tutatis! Pero nada más lejano de una aldea poblada por irreductibles galos que la fábrica Nespresso: en turnos de 24 horas por 7 días a la semana, produce 8 mil millones de cápsulas de café por año, con 400 empleados que trabajan rodeados de gigantografías y plasmas con imágenes de las plantaciones, todas tan lejanas como Suiza del Tercer Mundo, “para que entiendan que el proceso empieza mucho antes que ellos”. El que habla es Martin Bugmann, el mismísimo gerente de la planta, que conduce la recorrida con el espíritu didáctico del que guía a los párvulos en su primera visita a una fábrica de galletitas. Ya grandulón, con antiestética cofia y tapones en los oídos, igual me impresiono por la potencia de estas máquinas ruidosas: a toda velocidad, tuestan el café, lo muelen, lo meten en una cápsula, la tapan, la juntan con otras nueve, las meten en una caja de cartón. Al final del día, estas madrazas mecánicas habrán parido 14 millones de cartuchitos de café que viajarán hasta las boutiques de Buenos Aires, Dubai o Australia. Aun en su seriedad teutónica, a Bugmann se lo ve complacido cuando una sonrisa lo delata tan safisfecho del proceso, y confiesa: “Lo único que importa es la cápsula”.
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Avenches: viaje al centro de la cápsula
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