Sentado en la barra de un bar de Berlín, un filósofo desencantado con el pensamiento le cuenta al barman húngaro los sucesos de un viaje a Extremadura, al sudoeste de España, un lugar del que se dice que “allí no hay nada, es un territorio enorme, despiadado, desierto, llano” y ahí mismo, aunque el hombre no sabe muy bien para qué lo invitan, sí sabe que tendrá que escribir algo sobre el viaje pero no tiene idea de qué podrá ser hasta que conoce el caso de la muerte del último lobo extremeño, una tragedia animal capaz de cambiar una vida al punto de que todo el soliloquio del filósofo con el barman se convierte en El último lobo, un libro del autor húngaro László Krasznahorkai que, igual que este párrafo, está escrito en una sola línea.
Un libro escrito en una sola línea que narra la muerte del último lobo extremeño, una tragedia animal capaz de cambiar una vida.
Uf. Respire. A los 70 años, Krasznahorkai es famoso por escribir novelas largas (como Tango satánico, que fue adaptada al cine en una película que dura… siete horas y media) pero acá se restringe a menos de un centenar de páginas para narrar la historia del filósofo sin nombre, alguien abrumado por la futilidad del pensamiento: “No había sobre qué pensar, el pensamiento se había agotado”. Este hombre pasa los días acodado en el bar, tomando cerveza a media mañana y mirando el cielo color de latón del barrio berlinés donde vive; él, que se había limitado a probar fortuna con pensar y había fracasado, acepta la invitación de una fundación para viajar al sur y aunque ya no tenga aventura ni acción, va, vuelve y cuenta. En su relato se desata la incontinencia de alguien que no tiene con quién hablar y la perorata es tan embriagadora como la birra: por momentos el barman cabecea.
Hubo muchos experimentos literarios que jugaron con los signos de puntuación: si los académicos dicen que la frase más larga de la literatura moderna fue escrita por Marcel Proust en su saga En busca del tiempo perdido (“Sofá surgido del sueño entre los sillones nuevos y muy reales…”), y después Camilo José Cela, Samuel Beckett o Jerzy Andrzejewski hicieron lo propio, recién hace cinco años la estadounidense Lucy Ellmann escribió Patos, Newburyport, donde condensó el siglo XXI dentro de las paredes de la cocina de una casa y lo describió en una novela con una sola frase de mil doscientas páginas. Esta clase de lectura es inmersiva, obsesiva y abrumadora y deja al lector sin aire porque… vamos… los puntos y las comas… se inventaron para respirar. En El último lobo, Krasznahorkai, a quien Susan Sontag llamó “el maestro húngaro del apocalipsis”, parece ironizar sobre sus novelones anteriores: “Escribió unos cuantos libros ilegibles, páginas y páginas con acumulación de frases empachosas, una lógica aplastante, una terminología asfixiante”, dice sobre su filósofo con cinismo. Ahora, resuelto en la brevedad de un librito que se lee de un tirón, marca el ritmo sin pausas ni dilaciones: al no haber puntos, el silencio ya no es tan importante como lo que se dice. Hay que hacerse cargo de las palabras.
¿Obra o broma? La empresa es difícil y a veces se delata el artificio. Sin embargo, la caza de El último lobo se vuelve hipnótica en tanto uno no tenga problemas de atención ni de pulmones. La frase definitiva es la gran ballena blanca de la literatura porque, como dijo William Faulkner, el anhelo de un escritor es “ponerlo todo en una frase”.
Publicado en La Nación