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El café, un abrigo para el que pasa frío

En Nápoles, Buenos Aires o Nueva York, un café pendiente.

Un parroquiano toma un café en un bar, pero paga dos. El café que queda pago es un “café pendiente”. El dueño lleva la cuenta y cuando llega hasta la puerta una persona muy pobre, que se asoma y hace tímida la pregunta (“¿le queda algún café pendiente?”), se le sirve y así todo el día. Si es cierto que cualquier hombre merece sentirse señor por un rato, y en ese señorío se incluye tomar un café y hojear un diario aunque no pueda pagarlos, el del café pendiente es un gesto simple y revolucionario para esta época egoísta porque depende de sólo una cosa: la amabilidad de un extraño. La idea nació hace más de un siglo en el sur de Italia, donde se conoce como caffè sospeso, y así se llama el documental que acaba de estrenarse en Netflix: un viaje entre Nápoles, Buenos Aires y Nueva York, tres ciudades en las que se repite un saber popular que, para mí, es una filosofía de vida: “Un café puede alegrar a la gente”.
Probablemente, la alegría sea condición para la vida: leí la frase, cómo no, en un café. Hay varios acá que promueven la práctica del café pendiente con el único propósito de brindar un momento alegre, aunque sea fugaz como un ristretto, a personas sin dinero. En Caffè Sospeso, la película de Fulvio Iannucci y Roly Santos, se puede ver a Giancarlo, un joven rumano que aprende los rudimentos del barismo en Nápoles; a Glodier, un mozo de día que es transformista en las noches de Buenos Aires; y a Elisabeth, una vendedora de granos que busca perpetuar la memoria de sus antepasados italianos en Nueva York. Manchados por la pasión cafetera, a todos los une una sospecha y una certeza: que cada vez hay más gente que necesita el abrigo prestado de una infusión para sacarse el frío y que la solidaridad a favor de un desconocido puede provocar un buen efecto mariposa.
“En Nápoles se socializa compartiendo un café”, dice un parroquiano y, cosa rara, nadie le discute. A principios del siglo XX era común que alguien próspero pagara dos cafés aunque tomara uno, como auxilio para aquel que tenía los bolsillos flacos. Cien años después, el fenómeno se recuperó del olvido en otro contexto: como protesta contra el recorte de los presupuestos culturales. Los directores de siete festivales de cine napolitanos exhibieron películas en las plazas y alentaron al público a darle un nuevo sentido al verbo de estos tiempos: compartir. “Igual que un café que se sirve gratis, nosotros ofrecemos cultura sin pedir nada a cambio. Es un sistema de protesta”, dijeron entonces. Como las buenas ideas no saben de pasaportes ni visados, el café pendiente se extendió a todas las ciudades donde haya samaritanos que quieran contribuir a una cadena de favores.
El caffè sospeso se sirve sin distinciones ni remilgos: en el acto de ofrecerle una taza caliente a alguien que pasa frío se filtra lo mínimo que uno puede hacer por el otro. En Nápoles, en Buenos Aires o en Nueva York, el scugnizzo, el sin techo o el homeless encontrarán una cierta noción de hogar ahí donde le ofrezcan un café: para alguien que no tiene nada no hay cosa más reconfortante que acariciar el sueño de la taza propia.

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.