Un conocido que vive en España cuenta que el casual Friday, la saludable costumbre de trabajar hasta el mediodía el último día de la semana, fue reemplazado por lo que ahora llaman “viernes intensivo”: el empleado va menos horas a la oficina pero debe trabajar más, sin pausas o descansos, ni para ir al baño o tomar un café. Es que la manía productivista es una de las grandes exigencias de esta época y por eso resulta revulsiva la novela Que pase algo pronto, recién publicada acá: sin la vulgata filosófica de Byung-Chul Han ni la retórica anticapitalista de Mark Fisher, la escritora porteña Agustina Espasandín imagina lo inimaginable, que se pueda vivir sin trabajar.
En la novela Que pase algo pronto, la escritora Agustina Espasandín imagina lo inimaginable: que se pueda vivir sin trabajar.
A los treinta y dos años, y monotributriste típica, su protagonista ahorra durante meses hasta que un buen día deja de aceptar trabajos para pasar el rato en su PH alquilado de Chacarita, pasear con su perro y reconectarse con amigos y vecinos. Toma mate sentada en la reposera en la terraza, vacía el cuarto de los cachivaches de su casa y descubre en sus caminatas por el cementerio un lugar donde la ausencia de ruido es su propia forma de ser. “Quería no tener nada que hacer, pero sobre todo, no tener que hacer nada que no quisiera”: en su declaración de principios, la voluntad radical de que todo el tiempo disponible sea para ella. Sin agendas ni apurones, masca el tiempo (“como una vaca mastica pasto con la mirada muerta”) mientras los días pasan, distintos y a la vez iguales. Es que la cuarentena alentó la ilusión del teletrabajo y la fantasía del tiempo recobrado, pero si no logramos “salir mejores” tampoco pudimos con el productivismo acelerado. En Que pase algo pronto se ofrece una versión literaria, callejera y pospandémica de Elogio de la lentitud, el ensayo célebre de Carl Honoré donde discute el culto a la velocidad como estándar social y propone un regreso a la vida lenta: puro presente.
El imperativo sobre los modos de capitalizar las horas divide el día en la tríada estricta: ocho horas de trabajo, ocho de ocio y ocho de sueño. Aun en su juventud, la narradora de Espasandín admira a sus vecinos jubilados “porque su ritmo no se parece en nada al del resto, al de correr para que las pequeñas tareas de la vida entren en el tiempo que sobra después del trabajo”. La novela dialoga con la actualidad: según el Observatorio de Tendencias de la Universidad Siglo 21, uno de cada tres argentinos se siente tan cansado que no puede realizar ninguna otra actividad después del trabajo. Si el mandato exige productividad alta y movimiento continuo (a esto se reduce ahora la idea de “progreso”), ella se rebela: no hay solipsismo en su decisión sino lo contrario, una voluntad por tender lazos personales más allá de la deshumanización y la exigencia. Hoy es revolucionario rechazar un trabajo y vivir con menos en tanto se valore el lema definitivo del ultracapitalismo: bigger, faster, stronger o más grande, más rápido, más fuerte.
Al cumplir con el capricho de probar la vida sin trabajo, esta laburante anónima se convierte en una heroína de barrio. Y así descubre un “estado de disponibilidad, como de levedad constante que comienza, o al menos eso me gusta imaginar, cuando se deja de trabajar, y que inaugura, a su vez, una forma totalmente nueva de estar en el presente”. Se puede hacer más lento.