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El empleo del tiempo

Y un mal día, la frente chocó contra el escritorio y el empleado quedó ahí, seco. Un eficiente escuadrón del servicio de limpieza recogió el cuerpo, vació los cajones, reseteó la computadora y, en cuestión de minutos, el cubículo estuvo listo para ser ocupado por otro empleado del mes. Log in, shut down. Con la imaginería apocalíptica de un cuento de Philip K. Dick, la fábula transcurre en el presente imperfecto de una oficina del Japón: radiopasillo informará de otro caso de karōshi, literalmente “muerte por exceso de trabajo”, pero no alcanzará el rango de notición en un mundo que está redefiniendo los horarios laborales. Si en 1930 el economista célebre John Maynard Keynes había predicho que los hombres del siglo XXI trabajarían apenas 15 horas a la semana porque los avances tecnológicos harían inútiles las jornadas maratónicas, el avance del teletrabajo o la extinción de los estatutos profesionales están redefiniendo la cultura del “9-17” o la máxima peronista más transitada por el laburante: de casa al trabajo y del trabajo a casa.

¿Cuánto tiempo le queda a la jornada de ocho horas? Los argentinos están en el top ten de los que más tiempo trabajan por día y eso no es bueno. Un análisis sobre los modelos que buscan reemplazar la oficina con horarios de 9 a 17 y las discusiones laborales alrededor del mundo.

 

Aun cuando el telefóno inteligente y la netbook en oferta se propongan como herramientas para trabajar en el hogar, la realidad laboral está muy lejos de la utopía keynesiana: la Argentina es uno de los diez países del mundo donde más se trabaja, según el ranking de la Unión de Bancos Suizos. Son 2.053 horas anuales en promedio, muy lejos de las 1.141 horas de Alemania o las 1.792 de los Estados Unidos y bastante cerca de las 2.316 de Corea del Sur, el país que encabeza la lista. Las miradas de soslayo calculan cuándo se va el jefe y no falta el capito maledicente que espera en la esquina para pescar al empleado que abandona la oficina justo después que él: en un infame juego de la silla, se dice que la hipercompetitividad hace que nadie quiera irse a casa antes que el señor gerente. Y mientras la muerte por sobredosis aniquila empleaditos en Tokio, donde es común que algunos pasen la noche debajo de sus escritorios para no desperdiciar el valioso tiempo de traslado hasta sus casas, el gobierno coreano lanzó el “Procreation Day”, un pedido a los gerentes para que apaguen las luces de las oficinas a las 7 de la tarde y, así, promuevan que sus empleados se vayan a sus casas… y le hagan algunos mimos a sus esposas. Un día por año, eh: que no se vuelva vicio. El primer trabajador será un amante esmerado pero ocasional, o no será nada: el proletario tendrá en su descendencia la propiedad de otra fuerza de trabajo.

Una radiografía de los nuevos horarios muestra lo que planean naciones, empresas y sindicatos para seguir siendo competitivos sin morir en el intento. Si es cierto que los países pobres son los que tienen jornadas más extensas (en Perú, el 50,9% de la población trabaja más de 48 horas a la semana), también se confirma que la baja productividad es otra variable para el atraso. Según la Organización Internacional del Trabajo, un empleado latinoamericano promedio es tres veces menos productivo que otro de Europa (y uno africano… doce veces menos). “Es un círculo vicioso: largas horas de trabajo, salarios pobres y baja productividad están conectados”, escribió el experto Jon Messenger en su libro Working Time Around the World: “Unas 600 millones de personas en todo el mundo están trabajando horas excesivas”. La crisis de la siesta en España, la extinta semana de 35 horas en Francia o el trabajador 24/7 en Japón: mientras la enteradísima revista inglesa Monocle hace de la cuestión un tema de tapa (“por qué es tiempo de una llamada mundial a repensar la labor diaria y cómo balancear trabajo, descanso y ocio”), en la Argentina, la mítica jornada de ocho horas se redefine con las flexibilizaciones laborales o el ocaso de los estatutos.

“La jornada máxima es de 8 horas diarias o 48 horas semanales, pudiendo trabajarse 9 horas por día de lunes a viernes y 3 horas los sábados”, explica Mariela Cincotta, experta abogada laboralista. Ahí donde la Ley 11.544 precise las condiciones (“una semana laboral normal no puede exceder de 44 horas en horario diurno, 42 horas en horario nocturno, o 36 horas para trabajos desarrollados en ambientes peligrosos o insanos”), la excepción también marca una regla: “Las horas extraordinarias se pagan un 50% extra para los trabajos realizados de lunes a sábado hasta la 1 de la tarde y el 100% extra para los realizados en fin de semana o festivos”, precisa la doctora Cincotta. Aunque un safari diario por el microcentro no se compare con la atención de un comercio en la sierra cordobesa, la extensión del horario de trabajo es un dilema en todas las latitudes: se dice que las jornadas prolongadas (partidas al medio por almuerzos y siestas extensos, propios de las provincias argentinas), no son “family-friendly”: empiezan temprano y terminan tarde, a contramano de las agendas escolares. La demanda es un día más compacto. Y, así como en la repostería o boulangerie, en eso los franceses crearon la mejor receta.

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En el año 2000, el primer ministro socialista Lionel Jospin confirmó por ley una vieja promesa de campaña: limitar la semana laboral a 35 horas, con el objetivo de reducir el desempleo (por entonces, del 8,5 por ciento) y para dotar a los franceses de un mejor balance entre vida laboral y familiar. Pero siete años después, el terminator Nicolas Sarkozy se impuso con la campaña “trabajar más para ganar más” y emparejó Francia con el resto de los países de la Unión Europea en las 48 horas semanales. Hoy, aquella “semana corta” sobrevive como el mito de Eldorado en las luchas sindicales de muchos países que luchan contra la desocupación y con las plazas europeas copadas por indignados. “La terrible crisis que estamos padeciendo cierra las puertas del empleo a millones de personas”, se lamenta el madrileño Julio Gisbert Quero, autor del libro Vivir sin empleo (editado en la Argentina por Los libros del lince). Como experto de consulta para el mundo de las finanzas y fundador de la primera red de trueque en España, Julio es uno de los principales estudiosos de las economías alternativas, un cruzado frente a la paradoja contemporánea de que “un empleo puede ser tan precario que la subsistencia se convierta en una ardua tarea para vivir dignamente”. Mientras legiones de bolivianos padecen los rigores del sistema de la cama caliente (trabajan unos cuando duermen otros) en los talleres clandestinos del bajo Flores, una multitud de vietnamitas cose durante 18 horas las zapatillas que una multinacional venderá a 500 pesos en un shopping de Palermo, Buenos Aires.

BRANDO: ¿Cuál será el horario laboral del futuro?

JULIO: Deberá ser sobre todo flexible y compartido, para que podamos trabajar todos; si además podemos proponer que coexistan dos economías, una de ellas monetaria y oficial, reglamentada y fiscalizada en su sentido más amplio por los poderes públicos, y otra economía no monetaria y popular, que permita a los desheredados de la primera poder optar a trabajo remunerado en otro tipo de riqueza más social, con otro tipo de moneda y de carácter vocacional, todos tendremos la oportunidad de poder elegir ser pobres sin que nadie nos lo imponga, pero pobres en consumo derrochador y ricos en una naturaleza exultante, poderosa y colaborativa: no se podría contemplar otra economía que no fuera sostenible y sustentable, al contrario de la economía formal que todavía cree en la utopía dañina del crecimiento ilimitado.

BRANDO: ¿Cómo cambiar la cultura de trabajo de muchas empresas, que creen que más horas son sinónimo de más productividad? 

JULIO: Convirtiéndolas en cooperativas, no se me ocurre otra manera. Y que los trabajadores decidan.

BRANDO: A pesar de los fallidos pronósticos de Keynes, ¿las jornadas maratónicas de trabajo serán un flagelo del mañana? 

JULIO: Espero que no y que los que proponemos esa otra economía triunfemos algún día, se trabaje tan sólo lo justo y necesario para poder vivir dignamente, en una economía o en la otra. Y tengamos tiempo para disfrutar de la vida, de los demás, de nuestros hijos, en un hermoso planeta, en una hermosa ciudad, en un hermoso campo…

¿Rebelión en la granja? La imagen bucólica de la economía alternativa desafía la postal nipona de una existencia iluminada por tubos de neón y parece reemplazar el omnipresente Blackberry por una generación muñida con picos y palas. Los economistas sociales predicen un futuro de trabajo muy escaso y con empleos demasiado especializados y de alto valor añadido. “¿Qué van a hacer, cómo y de qué van a vivir esas personas que no van a ser necesarias para generar PBI (Producto Bruto Interno), es decir, para contribuir al crecimiento?”, se pregunta retórico Santiago Niño Becerra, autor de El crash del 2010. Para los renegados del FMI y sus recetas, la solución no estaría en los ejércitos de trabajadores portátiles que, aun afuera de las oficinas pero en pleno ataque de crackberry chequean mails en el lecho matrimonial, sino en modelos de economías más equitativas donde se revaloricen los oficios tradicionales y se regrese a una escala personal, con el almuerzo compartido en familia y la siesta garantizada como un derecho humano.

BRANDO: ¿Tienen futuro los “trabajadores portátiles”, unidos a sus oficinas por computadoras? ¿O es una vieja promesa que nunca se cumplirá? 

JULIO: En la economía formal desde luego que será el futuro, pues los avances imparables de la tecnología parecen invitar a ello. En la nuestra, no; porque apostamos por las tecnologías intermedias más accesibles y humanas, más de contacto o cuerpo a cuerpo que “online”; apostaría incluso por desterrar por algunos años de la faz de la tierra a Internet. Por la red no puedes abrazarte a nada.

BRANDO: ¿Cuál es la relación entre desempleo y la extensa jornada laboral? 

JULIO: El desigual o injusto reparto del trabajo es el causante de una extensa jornada laboral que podría ser compartida; actualmente hay una propuesta de los partidos verdes europeos que hablan de la jornada semanal de 21 horas. A mí me parece una muy interesante propuesta. Y realista.

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Si es cierto que somos lo que comemos, también es verdad que sufrimos lo que trabajamos: según investigaciones de la Organización Internacional del Trabajo, el mundo del empleo propone una ecuación cruel: aunque los horarios se mantengan parecidos en las últimas décadas, las exigencias se vuelven más intensas y las tareas, más estresantes.

En la Argentina, seis de cada diez trabajadores acusan el síndrome de burn out, el tradicional bocho quemado o, según la definición más clínica de Wikipedia, “un padecimiento que consiste en la presencia de una respuesta prolongada de stress en el organismo ante los factores estresantes emocionales e interpersonales que se presentan en el trabajo, que incluye fatiga crónica, ineficacia y negación de lo ocurrido”. Un informe de la empresa Regus, dedicada al alquiler de oficinas temporarias en Buenos Aires, indica que la epidemia del siglo XXI se manifiesta por “carga excesiva de trabajo, realización de tareas monótonas, falta de autonomía y ausencia de apoyo de los compañeros”. Apurados, apretados, transpirados: el trabajo discute todos los postulados de la vida slow y confunde frenesí con productividad, presencia con dedicación.

En la hora pico de cada huelga de subtes, el noticiero se relame con las hordas de sufrientes que perderán el “presentismo”: en una sociedad inalámbrica, ¿acaso existe algo más arcaico que la exigencia de estar presente en cuerpo, tal vez jamás en alma? En la Argentina, las viejas conquistales gremiales del peronismo consagran el plus por llegar temprano o trabajar en “horas de nocturnidad”. Pero en Houston, Texas, la campaña Flexibles en la ciudad invita a los empleados a empezar la jornada cerca del mediodía, para evitar los embotellamientos, ideota con la cual los niveles de stress laboral habrían bajado un 58 por ciento. Y en Finlandia, una tradición interrumpe el día productivo a las 5 de la tarde, hora en la que se cree que, junto con la luz solar, disminuye la concentración de una persona. Y en Barcelona, el coloso energético Iberdrola reestructuró su jornada para que los empleados puedan irse a casa a las 15.30 y, según juran en las oficinas de Recursos Humanos, con su política de “responsabilidad familiar” aumentaron la productividad y achicaron los índices de ausentismo, así como los accidentes de trabajo y hasta los niveles de contaminación. “Tenemos que estar agradecidos de que esta crisis financiera haya sucedido antes de cualquier otra crisis provocada por el calentamiento global porque nos va a permitir construir un nuevo sistema económico respetuoso con el medio ambiente”, se consuela Julio Gisbert Quero.

Abocados al cuidado del balcón, la mañana o la tarde libres pueden ser una gloria en casa y, ahí donde la tarea doméstica se proponga como un solaz para las horas ociosas, el teletrabajo ya acusa un precoz fracaso: las horas que se trabajan en el hogar nunca son remuneradas como las que uno se pasa en la oficina, aunque sea jugando al solitario. Y ésta es la principal paradoja del empleo del tiempo. En Europa, el 47 por ciento de los profesionales independientes reconoce que trabaja más de 48 horas semanales, en comparación con el 13 por ciento de los asalariados full-time. “Podría decirse que uno de los viejos trucos de los gerentes es la idea de ‘flexibilidad’”, le dijo a Monocle el sociólogo Brendan Burchell, de la Universidad de Cambridge: “Las empresas están creando una zona gris y aunque los sindicatos quisieran regularla, sería muy difícil”. El dilema parece irresuelto: la concepción tradicional del espacio de trabajo atraviesa una crisis y aunque los cráneos de la industria publicitaria palermitana hayan inundado de metegoles la oficina, ese concepto de arquitectura Google promueve que los empleados… vivan en sus trabajos. ¿Querés pegar un póster de Star Wars en tu cubículo? Podés. ¿Querés llevar tu mascota? Podés. ¿Querés dormir debajo del escritorio?

Publicado en Brando en agosto de 2011

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.