Periodista de oficio y aventurero de vocación, Roberto Lobeira decide pasar un mes en la pequeña isla de Ons, sobre la costa atlántica gallega, fuera de temporada: desconectado del mundo, porque esa roca selvática está literalmente aislada hasta que pase una tormenta, el héroe anhela el bucolismo que necesita para escribir su nuevo libro: “Se había encarcelado a sí mismo y había tirado la llave al mar”. Sin embargo, en la trama de Cuando la tormenta pase, la última novela del autor pontevedrés Manel Loureiro, una pequeña multitud de treinta isleños con ánimos de montescos y capuletos (y su larga historia de odios, rencores, celos y venganzas) sugieren el desastre cada vez que se repite la predicción meteorológica: hay anuncio de temporal.
La novela Cuando la tormenta pase es una fábula de aventuras que remite a un Robinson Crusoe deformado.
En esta saga de libros que hacen bien, Loureiro aporta una novela de aventuras que remite a un Robinson Crusoe deformado, aquí no en deseo de compañía sino de soledad (esa isla “desierta” está más concurrida que Corrientes y 9 de Julio un miércoles a la tarde). Si el pedido del autor a sus lectores replica la exigencia de Hitchcock ante el estreno de Psicosis, ¡por favor que no haya spoilers!, el reclamo tiene sentido: vertiginoso como guionista experto, que lo es, Loureiro despliega un abanico gallego de giros argumentales que inevitablemente se sugieren al final de cada capítulo (“pero todavía faltaba la parte más difícil y si salía mal, las consecuencias serían desastrosas…”) y que impulsa la trama hacia adelante en previsión de un nuevo obstáculo a superar en esta roca que tiene una grieta con el profético nombre de Agujero del Infierno. Así, Cuando la tormenta pase actualiza el folletín de aventuras en la época del teléfono celular, que convenientemente queda sin señal en medio del chubasco, y traza una elipsis entre las narrativas de los siglos XIX y XXI: todavía es posible componer tramas de náufragos y aislados aunque vivamos monitoreados por GPS y satélites.
Lo ominoso sobrevuela la isla de Ons por debajo de los nubarrones negros: “Una vez más tuvo la desasosegante sensación de que algo desconocido acechaba agazapado…”. Un asesino misterioso deja ofrendas sangrientas y un lugareño advierte que siempre hay alguien que se hace daño, de una forma u otra, porque la isla no perdona. Como en La invención de Morel, la mejor novela de Adolfo Bioy Casares, o su sucedáneo televisivo Lost, donde la vida se trastoca cuando los náufragos descubren a Los Otros, esta isla de Ons también puede ser una trampa mortal. “Toda aquella gente, la civilización y la seguridad estaban tan cerca, a apenas una hora de navegación…, pero al mismo tiempo tan lejos, que era como si se encontrasen en otro planeta”, se lamenta Roberto. Aquí o allá, la moraleja es la misma: el infierno son los otros.
¿Y el café?
“Roberto preparó una cafetera bien cargada”, escribe Loureiro: “Mientras el aroma del café recién hecho invadía la estancia aprovechó para darse una ducha que arrastrase las últimas hebras de sueño (….). Una vez vestido y con la taza de café en la mano, empezó a sentirse mejor”. Alcaloide de la familia de las xantinas y estimulante natural, la cafeína mejora el ánimo y ofrece una sensación de hogar ahí donde se tome, la isla alejada o la trinchera bélica. Y aunque el autor no se ahorre el comentario editorial (“el brebaje asqueroso al que los españoles llamaban ‘café’…”), la evidencia es concluyente: mejor estar acompañado de una taza cuando la tormenta pase, y después también.
Publicado en ADN+