L

Los mayores males menores de la guerra

“Más se perdió en la guerra”. Ante el traspié doméstico, la rotura de un plato “del juego” o un siete en el pantalón del colegio por ejemplo, mi abuela repetía el consuelo inapelable y se acababa el lamento. La frase resuena en mi cabeza mientras leo con el corazón estrujado Puro sufrimiento, el fenomenal ensayo de la historiadora estadounidense Mary Louise Roberts sobre la vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial. Si la Historia enciclopédica reserva líneas solo para los generales y los coroneles, hay otra historia que merece ser narrada, la de los soldados que temían tanto a la artillería enemiga como al hambre, la mugre, las infecciones y las vergüenzas de la trinchera. El título del libro resulta inequívoco: la guerra es el epítome del sufrimiento humano.

 

Un fenomenal ensayo de la historiadora Mary Louise Roberts sobre la vida cotidiana de los soldados en la Segunda Guerra Mundial.

 

Uno de esos héroes anónimos fue un tal Leroy Stewart, que en plena marcha de la victoria por la reconquista de Francia tenía una sola preocupación: “Cuando empezamos a caminar, tuve un problema nuevo: los calzoncillos me incomodaban, se me subían todo el tiempo”. El soldado Stewart es el elegido de la autora para el inicio de este relato sobre los dilemas diarios de los hombres que no pensaban en la gloria ni en la muerte sino en cosas más palpables y urgentes. “Para millones de soldados de infantería, la vida en Europa era una calamidad de agua y frío que parecía no tener fin”, escribe Roberts, que se valió de una munición de cartas, piezas de humor gráfico, entrevistas y documentos de los Aliados, pero también de algunos alemanes, para enumerar los mayores males menores de la guerra: el estómago vacío, la diarrea vergonzante, la ropa destrozada, los pies húmedos o los dedos de las manos tan helados que apenas podían sostener un arma o apretar el gatillo.

 

En Puro sufrimiento, Roberts compone la historia somática de la guerra y ese es un campo de conocimiento fundamental para entender todo lo que se pierde en cada conflicto armado. Durante la Segunda Guerra Mundial, los ejércitos enrolaban a sus hombres en calidad de meros cuerpos obedientes sin emoción ni espíritu; se los consideraban unidades abstractas a las que colectivamente llamaban manpower, equivalente al horsepower o caballo de fuerza. En las “guerras electrónicas” que vinieron después del Golfo pérsico, la noción bélica se deshumanizó todavía más: los avances o retrocesos de los ejércitos se desplazan en pantalla como si fueran las alternativas de un videojuego en el que ya no se pueden ganar más vidas. Sin embargo, cada gesta histórica estuvo compuesta por miniaturas de personas que no tenían la menor idea del panorama general y que sufrían lo cotidiano: comidas insuficientes, enfermedades, heridas, cadáveres.

 

¿Por qué sabemos tan poco acerca de la vida diaria en combate? Porque sería intolerable. Aunque entonces trasladaban a los heridos durante la madrugada para que los soldados sanos no los vieran y los altos mandos censuraban las fotos de sus tropas diezmadas, la guerra nunca pudo ocultar la esencia de su despropósito: lastimar o ser lastimado. Más acá de los tanques, los aviones o las armas de destrucción masiva, lo humano es el elemento que define el conflicto: como dijo la ensayista Elaine Scarry, “la guerra es el acontecimiento colectivo que encarna de modo más radical en el cuerpo”. No se puede perder más que eso.

 

Publicado en La Nación

CategoriesSin categoría
Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.