Con los nombres Felix Unger, Oscar Madison o Lou Grant, entre otros, el killer de la película El asesino cambia de pasaporte como de camisa (conté nueve, pero son más). Es el viejo truco del espía o el prófugo, un documento falso que habilita la misión secreta o la fuga al raje. Pero aunque existe desde hace tres mil años, porque lo inventaron los egipcios, hasta la Primera Guerra Mundial casi ningún país lo exigía a sus visitantes y ahora es un elemento de control que otorga distintos niveles de privilegio y libertad: el pasaporte es el tema de Permiso para viajar, el ensayo del académico estadounidense Patrick Bixby que se acaba de publicar acá y que confirma cómo un librito de 32 páginas, y casi todas ellas en blanco, puede ser más poderoso que la Biblia o la Constitución.
En el ensayo Permiso para viajar se demuestra cómo un librito de 32 páginas puede ser más poderoso que la Biblia y la Constitución.
“Los pasaportes llevan con nosotros más de tres milenios, aunque en su manifestación más reciente (la que ha servido para reforzar las fronteras, las prohibiciones y la soberanía del Estado-nación) son un fenómeno moderno por excelencia”, escribe Bixby. En el control de migraciones, donde cualquier viajero frecuente se siente humillado (“es un recordatorio de que él no es más que una criatura del Estado, una de las partes reemplazables de su dominio”), parece mentira que hace casi cien años la mayoría de los países no lo exigían para entrar o salir: recién en 1920 se estableció que un pasaporte debe medir 15,5 por 10,5 centímetros, contener 28 páginas limpias para sellos de visado y 4 para los datos de identificación de su titular, y escribirse en dos idiomas, el francés y la lengua del país emisor. Desde entonces, el pasaporte se convirtió en un emblema de esta época, el elemento que se sitúa en la confluencia de lo personal y lo político: objeto suntuario para el que sueña con unas vacaciones “afuera” y herramienta de supervivencia para el que debe abandonar un país por guerra, hambruna o persecuta.
Si es cierto que todos somos vulnerables en la frontera, pero algunos lo son mucho más, el control del pasaporte delata lo peor del mundo que tenemos. ¿Por qué no vale lo mismo haber nacido en Alemania que en Uganda? Según Bixby, “el Estado-nación exige no sólo conocer nuestras identidades sino también regular nuestra movilidad y migración”. La hospitalidad siempre es condicional, incluso en tiempos de paz, y el anfitrión recibe a sus huéspedes pidiéndoles que acrediten su identidad, demuestren sus antecedentes, ofrezcan testimonio de sus intenciones y prometan irse pronto (no más allá de los tres meses). Es una involución en términos humanistas: a nuestros abuelos migrantes sólo se les pedía que llevaran y trajeran buena voluntad.
“Antes de 1914, la tierra era de todos”, escribió Stefan Zweig en sus memorias, El mundo de ayer: “La gente iba donde quería y se quedaba todo el tiempo que quería”. El pasaporte y su evolución restrictiva, la visa, atentan contra el derecho humano de viajar con libertad y las condiciones que se pensaron para el delincuente ahora se aplican al honesto. Hay que pedir permiso para viajar. Aunque haya escrito decenas de libros, uno de los cuales lo condenó a la errancia por medio mundo, el novelista Salman Rushdie puso en palabras aquello que sentimos cuando presentamos nuestro documento en el puesto de control, sonreímos con cautela y cruzamos los dedos: “El libro más valioso que tengo es mi pasaporte”.
Publicado en La Nación