Adiós al metrosexual, hola spornosexual. Qué hay detrás de las barbas y el culto al Pocho Lavezzi.
El metrosexual ha muerto. Fue una agonía rápida, pero sin tormentos físicos ni grandes malestares. Tenía veinte años, apenas. Será velado en una ceremonia íntima, con total discreción y conservará para la posteridad su estampa de cadáver exquisito: el cuerpo fibroso, el pecho depilado, el rostro lampiño, el jopo engominado y la piel tratada con el sinfín de cosméticos. Lo llorarán David Beckham y Cristiano Ronaldo. Lo sucederá un nuevo tipo de machote alfa que hace de sus músculos un orgullo de género: tal vez inspirado por el Hulk brasileño o por el forzudo Khal Drogo de Game of Thrones (testosterona desbordante, bíceps de hierro, pelo en pecho, gesto fruncido y mandíbula cuadrada), alguien que valora la rusticidad sin afeites.
En 1994, el periodista inglés Mark Simpson acuñó el término “metrosexual” para definir al hombre híper hidratado, para el cual no importaron los mandatos de género al cuidar la piel o el cabello: acaso como reacción al consumismo asfixiante, un intento por volverse deseable en un mercado saturado de ofertas. Pero después de dos lucrativas décadas de vanidad masculina, el mismo Simpson percibe, en la publicidad pero también en las calles o en los perfiles de Tinder, un nuevo tipo de hombre que se deja crecer una barba espesa, luce tatuajes múltiples, no reprime el vello corporal, exagera un ánimo agresivo y, más que entre los modelos atildados, encuentra en los más viriles deportistas y actores del cine XXX sus nuevos referentes de masculinidad. Sin joyas, brillitos o geles, ni adoración por los abdominales marcados, el bíceps es su mejor accesorio. Exitoso creador de neologismos, Simpson lo bautizó como “spornosexual”.
La naturalidad se valora más que el artificio. Y el placer hedonista, más que los esfuerzos por tunearse. “Esta nueva ola agrega lo sexual que le faltaba al metrosexual”, escribió Simpson en el diario británico The Telegraph: “Un término era necesario para definir al nuevo hombre después de la decadencia de los panzas chatas como Beckham o Ronaldo; un hombre que lleva el deporte y el porno a la cama, mientras ‘Mr. Armani’ se entretiene sacándose fotos”. Si en la mitología griega Narciso se enamoró tanto de sí mismo que, en la contemplación absorta de su rostro en un espejo de agua, no pudo evitar ahogarse, el metrosexual se habría hundido por el peso de su propia coquetería. ¡Bling, bling! Y las mujeres son vitales en este cambio de paradigma: cansadas de compartir las cremas con sus novios, en el furor femenino mundialista por el Pocho Lavezzi, ¿no se escondió un reclamo lúbrico por una masculinidad rústica, un deseo por el reo de potrero?
Ahí donde los modelos andróginos fueron una marca de esta época, nadie esperaba el regreso del hercúleo Charles Atlas como réplica masculina al alfeñique de 44 kilos. Las redes sociales, las selfies y el porno siempre a mano animan un culto al lomo y moldean una nueva clase de valoración erótica sobre el ego masculino: “Ahora, el hombre quiere ser deseado por su cuerpo”, concluye Simpson: “Ya no por su guardarropas”.
Publicado en Brando