Temprano a la mañana, porque los pioneros siempre son madrugadores, don Carlos se levanta, abre la puerta que da al fondo y ahí donde deberían estar el pastito y los pinos se levanta una pared de arena. Pesadilla para el claustrofóbico: durante la noche el médano se movió. Y por eso la casa tiene varias puertas, en previsión del capricho de la naturaleza. Esta es la fábula que se le cuenta al veraneante ansioso en el día de lluvia: el guía turístico insiste en la voluntad emprendedora de Carlos Idaho Gesell y uno, que se inquieta nomás cuando el ascensor se demora entre dos pisos, se pregunta cómo será irse a dormir sin saber si terminará sepultado en arena.
Recuerdos de Villa Gesell: La Pipeta, casa de compraventa de revistas usadas, refugio de tardes de lluvia y de sol entre montañas de Nippur, Fantomas y Patoruzú.
Ajena a cualquier cuadrícula urbanizada, Villa Gesell es un revoltijo de calles sin orden ni concierto. Apenas la 3, con su voluntad de vía rectora, organiza las avenidas que corren paralelas al mar; pero los “paseos”, esas calles que las cortan, son anarquía pura, casi como eran en los años 30, cuando don Carlos, un hijo de alemanes que manejaba una pequeña industria junto con su hermano, padeció un caso extremo de crisis de la mediana edad: vendió la sociedad familiar, avisó a su esposa que salía a comprar cigarrillos, abandonó su rutina en la capital y dedicó el resto de su vida y su fortuna a domesticar las montañas de arena donde retozaban chanchos cimarrones. Con la porfía de los obsesivos, el Viejo, como empezaron a decirle, quiso ser un ejemplo de templanza y convertir ese lote de mil ochocientas hectáreas, que le compró a un tal Credaro por veintiocho mil pesos, en un balneario más agreste que la superpoblada Mar del Plata. Para eso, debía lograr lo imposible: domar la arena. Y pudo, más o menos. La ímproba tarea de fijar las dunas se cumplía apenas con la plantación de pinos y acacias que, a pesar de sus maderas duras, no lograban vencer la resistencia de la arena. Es verdad que recomendaba a los primeros lugareños abrir una puerta en cada una de las paredes de sus casas y ese tesón, que algunos confundieron con insania, le valió un apodo: el loco de los médanos. Gesell, don Carlos, el Viejo, el Loco pudo haber sido el primer hippie o el último nazi pero a los ochenta y ocho años, cuando murió de un edema pulmonar, resolvió en un suspiro la demanda por locura que le iniciaron casi todos sus hijos.
El testimonio de su obra revive cada enero: aun entre discotecas y pancherías, algo queda del balneario hippie que Villa Gesell fue en los 70, invadido por visitantes en distintos estados de lo naturista. Se decía entonces, y se dice ahora: “Hay que estar loco para querer controlar un médano”. La villa, repartida entre el adolescente excitado y el burgués amansado, convirtió el médano en el epítome del ánimo vacacional: estático durante todo el año, cada tanto se mueve para quedarse en el mismo lugar.