Recuerde este número: 60.510.648.114.517.025.000. Es la cantidad de combinaciones posibles para una contraseña de diez caracteres, incluidos los espacios, las mayúsculas y las minúsculas, los números y esos malditos símbolos especiales que le piden ahora (¿adónde estaba el asterisco?) para entrar a su casilla de correo electrónico o página del homebanking. Si a una computadora promedio le tomaría unos 220.000 años para probar todas las combinaciones posibles, no hay genio humano que se le resista ni que pueda encontrarle la vuelta: en esta época, más que la Biblia o el sermón de un pastor electrónico, la contraseña es palabra santa.
Un ensayo sobre el modo en que las cambiantes tecnologías de las contraseñas han moldeado culturalmente las ideas.
“Es un libro que trata sobre las historias, los contextos culturales y la filosofía de las contraseñas”, escribe el académico inglés Martin Paul Eve en Una historia de las contraseñas, su ensayo recién publicado acá: “Es un libro acerca de cómo ‘lo que sabemos’ se convirtió en ‘quienes somos’, o sobre el modo en que las cambiantes tecnologías de las contraseñas han moldeado culturalmente las ideas sobre la identidad”. La distinción es fundamental. Desde el mito de Teseo, el primer hacker de la historia que pudo desentrañar el sistema del Minotauro, o la fábula de Alí Baba, en la que había que conocer la palabra secreta para acceder a la cueva de los cuarenta ladrones, la contraseña funcionaba como rito de paso y conocimiento transferible (no es casual que password signifique en inglés, literalmente: palabra de paso). “Las distintas culturas en las distintas épocas han precisado distinguir amigo de enemigo, necesidad que por lo general se satisfizo mediante una restricción del conocimiento”, escribe Eve. Pero ahora la contraseña es tan intransferible como la huella digital o las facciones del rostro y aunque despierta desconfianza sobre la privacidad también alienta posibilidades para la ficción: el robo de las manos de un muerto para abrir una bóveda en Suiza o el trasplante de cara para infiltrarse en un sistema ultrasecreto.
Esta es la primera columna que escribo en una computadora nueva a la que desbloqueo apoyando la yema del índice de mi mano derecha sobre un botón. ¿Es práctico? Sí, ya no tengo que tipiar las letras ni los números. ¿Es seguro? Qué sé yo. Pero sobre todo, ¿qué dice eso sobre mi identidad? Hace poco, la seguridad informática creía que saber lo mismo que alguien convierte a uno en esa otra persona (un buen ejemplo es la clave de la tarjeta de débito: no importa si usted es o no el titular de la cuenta; si tiene la tarjeta y sabe la clave, el cajero automático le dará el dinero). El fraude de identidad, que no debe decirse robo porque uno sigue siendo uno a pesar de los impostores, es un dilema de hoy: según Eve, “la identidad que podemos extraer de un sistema de contraseñas no es idéntica a una persona y no puede serlo”.
Ser o no ser mi dedo: ésa es la cuestión. En Una historia de las contraseñas se propone que la clave perfecta no existe aunque esa clave sea una huella digital o el iris de un ojo. La mejor contraseña sería clonar a las personas. Aun odiosa, la contraseña es constitutiva del hombre: si Shakespeare fue el inventor de lo humano, la primera línea de Hamlet ya plantea la pregunta de paso (¿quién va?) y se adelanta quinientos años a la casilla de mail cuando increpa desde la pantalla: ¿quién eres?