“Lo que yo quisiera es dar la sensación de que no se acaba nunca, de que te tenés que rendir ante la evidencia de que no lo vas a poder dominar y que eso es bueno”, dice Fernando Martín Peña en La vida a oscuras, el documental sobre su trabajo como epítome de la cinefilia argentina: “El cine es una cosa infinita. La literatura es igual, la música es igual. Son mundos muy vastos. Nadie puede presumir de conocerlos exhaustivamente. Y que mejor que eso porque si uno ama algo mejor que no se termine jamás”. Sin afanes enciclopedistas acaso por eso mismo, Peña es el editor de Cine argentino: hechos, gente, películas, dos tomos valiosísimos que acaban de publicarse: aunque se anuncie una vez más el tiro de gracia para el cine nacional, en su historia se delata la porfía de filmar a cualquier precio.
Los dos volúmenes de Cine argentino reconstruyen la historia de nuestro arte a través de hechos, gente y películas “apenas representativos”.
Si es cierto que la Argentina tiene desde siempre un cine maravilloso, y la vocación suicida de negarlo y suprimirlo, esta obra es fundamental para calcular el valor y el pifie. Los autores (“la mayoría son jóvenes que se interesan en el cine argentino con una dedicación que yo no supe tener a su edad”, dice Peña) cumplieron con la misión vital de la crítica: distinguir “qué es lo significativo y qué lo subsidiario”. Así, el primer volumen elige una película bautismal (Amalia, 1914) y llega hasta Demasiado jóvenes (1958) y el segundo conecta las épocas y se estira hasta este año, con la productora El Pampero como colofón de estas historias extraordinarias. No es un relato lineal: lejos de la taxonomía, este mundo infinito se ordena a gatas en períodos que toman un tema, un director o una película como modelos: “No emblemáticos ni canónicos, sino apenas representativos, lo que significa que podría haber otros en lugar de estos y el cuento se contaría igual”.
La inmersión es fascinante. La lectura anima el visionado de Nobleza gaucha, la película que fundó el melodrama popular en 1915, o cualquiera de Armando Bo y las distintas versiones del sexploitation criollo. Ante cada frustración, porque hay que tener la voluntad de Indiana Jones para encontrar algunas películas, uno lamenta la inexistencia de una cinemateca nacional y el desprecio por lo propio. Peña, el mayor coleccionista fílmico de la Argentina, hace lo que el Estado no, y debería: almacena más de ocho mil películas en celuloide en su propia casa, el último refugio del fílmico que fue reemplazado por el disquito rígido. En Cine argentino: hechos, gente, películas, un título que rinde tributo a un libro que escribió el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet en 1985, el entusiasmo del hallazgo se impone sobre el wikipedismo de la cinefilia con memoria de elefante: sin listas ni rankings, la historia se narra como un palimpsesto en el que cada fotograma parece imprimirse sobre una película que conserva las huellas de una historia anterior.
El tango, los grandes estudios, el noir local, la vanguardia política, el costumbrismo, el erotismo y la censura: esta historia se escribe alrededor de los grandes hitos. Y si aquella Amalia es un origen y un final para el primer cine argentino, porque inaugura la era del largometraje nacional y a la vez clausura la hegemonía del film de arte con guiños a la alta cultura, puede desearse la elipsis: que este aparente apocalipsis encuadre un nuevo comienzo.