Espaciosa y adecuada a la función que desempeñaba, la boca de Adolfo era la herramienta principal de su oficio: en el salón comedor, se encargaba de la recepción de carozos del señor. Bien entrenado, porque además de la boca debía tener rodillas resistentes que le permitieran aguantar agachado todo lo que duraran el almuerzo o la cena, hizo de su labor un arte hasta el mal día en que le anunciaron que sería reemplazado por un enano (en 1994, el año en que se publicó por primera vez este libro, no era usual ni necesario decir “persona de talla baja”). Ahora, El amparo, la fantástica novela del autor argentino Gustavo Ferreyra, vuelve en una nueva edición para los lectores que entonces nos perdimos la fábula que revierte la máxima de Bartleby: si Adolfo pudiera decir una sola cosa, diría “preferiría sí hacerlo”.
La reedición de El amparo a treinta años de su publicación recupera la figura de Adolfo, el “recolector de carozos” de un señor en su mansión.
Pero Adolfo casi no habla. Le cuesta entablar confianza con otra persona y su mente es el escenario de un universo. El “receptor de carozos” ve tambalearse lo que conoce (las amplias extensiones de la casa del señor, de la que no salió desde que fue contratado hace muchos años) y en la porfía por el regreso a su vieja función se convierte en una versión bajo techo del sirviente de Desde el jardín o en un personaje, disculpas por el adjetivo, kafkiano. “Adolfo bien podría llamarse K”, escribe Elvio Gandolfo en el prólogo de esta edición que reinicia la publicación de toda una obra: “Al leer esta primera novela del sólido y variado mundo novelístico de Ferreyra, uno podría pensar no solo en Kafka, sino también en la narrativa alemana (o austríaca, o suiza) del siglo XX: Botho Strauss, Thomas Bernhard, Handke, Robert Walser”. Según Gandolfo, la ligazón de Ferreyra con esos autores se delata en el espacio arquitectónico laberíntico, la situación jerárquica rígida, la inquietud permanente. Pero además, como también sucede con Faulkner, acá hay “humor serio”.
“Hay veces en que la gracia consiste en hacerse el serio”, le dice Fernández, otro de los empleados de la casa, al advertir la congestión facial de Adolfo, eternamente consternado ante la posibilidad de la falla o la deslealtad justo cuando empieza a pensar en matar al enano. Si El amparo fue la primera novela de Ferreyra, terminada en 1991 pero publicada tres años más tarde, después vino El desamparo y en el tándem de personajes sin cobijo se develó el universo de un autor cáustico, que escribe a mano recostado en una cama o un sofá (y que por regla “no escribe los fines de semana ni feriados”, se aclara): acaso amparado por la posición horizontal, imprime al texto un ritmo casi onírico. El sueño de Adolfo es volver a su antiguo puesto porque aunque el trabajo sea humillante está conforme: le asigna un lugar en el mundo.
¿Y el café?
No se conoce que se prepare café en casa del señor (que es nombrado así a lo largo de toda la trama de El amparo, sin nombre propio aunque se sepa lo importante: que es el dueño de la mansión). Pero la lectura de la novela de Ferreyra puede despertar un fetiche por el servicio. En Tokio existe Swallowtail, una “cafetería de mayordomos”. Cualquiera con berretín de señor puede ser atendido por un pequeño escuadrón de sirvientes con esmókin negro y guantes blancos que portan bandejas, llevan tazas y cumplen la fantasía de aquel con voluntad de mando (no se agachan a recoger carozos). El shitsuji cafe, o café de mayordomos, es un rubro en crecimiento: por el precio módico de un espresso, el señor dispone por una hora de su propio Adolfo.