“Sos uno de nosotros”: así lo recibieron en la ciudad a la que se mudó, en plan de escape por un exilio interno. Era la década del 70 y, siempre amenazada por el terremoto que promete separarla del continente o borrarla del planeta, San Francisco saludaba a un escritor emigrado de Carolina del Norte, donde no veían con simpatía sus inquietudes románticas. Ese escritor era (es) un tal Armistead Maupin, acaso el que más hizo por construir la mitología actual de Frisco, como les gusta decir a algunos yanquis: durante años, todos los días, publicó en la anteúltima página del diario San Francisco Chronicle una columna titulada Tales of the City en la que reseñó la vida de la única Babel contemporánea. Los hippies. Los gays. Harvey Milk. El sida. Los chinos. Silicon Valley.
En su columna en el diario, de la época en que los diarios publicaban literatura, Armistead Maupin contó las historias de esas vidas impares marcadas por los amores obsesivos.
La noticia de que Netflix va a convertir esa columna en una serie, como ya lo hizo antes la televisión pública estadounidense, me lleva a los días que pasé en San Francisco buscando los escenarios de Vértigo, mi película favorita de todos los tiempos: hace sesenta años, Alfred Hitchcock filmaba en el Palacio de la Legión de Honor y a la vera del puente Golden Gate la fábula definitiva sobre la obsesión romántica. En esa época, San Francisco todavía no era conocida como la ciudad de la diáspora: el último lugar del mundo donde se puede vivir en libertad. Pero el verano del amor y todo lo que vino después convirtieron este sitio en un refugio: es como si hubieran ido empujando a los indeseables desde el continente hacia la costa Oeste, con la esperanza de que se cayeran del mapa y terminaran ahogados en el Pacífico. Pero sobrevivieron. En la librería Dog Eared Books, en el barrio Castro, perdura la memoria de los años más intensos del siglo XX: los libritos de tiradas ínfimas conviven con los bestsellers que documentan cada uno de los pasos de Hitchcock en esta ciudad, los movimientos juveniles, las historias del amor que no se anima a decir su nombre y las víctimas mortales de la epidemia que amagó ser tan eficaz como el terremoto para acabar con la ciudad que sigue ahí, con sus colinas, sus tranvías, su pirámide y sus cafeterías de especialidad porque es justo decirlo: con sus ínfulas europeas, en San Francisco se rinde culto al espresso.
En su columna en el diario, de la época en que los diarios publicaban literatura, Armistead Maupin contó las historias de esas vidas impares marcadas por los amores obsesivos. Habrá que ver cómo se adaptan a la era del streaming. Pero lo más valioso es que su escritura fue catártica para sus lectores (muchísimos se vieron incluidos y reconocidos por primera vez en esas páginas) y para él mismo. Cuando llegó a San Francisco pudo sacudirse los rigores de su pasado militar y los prejuicios de un padre castrador y asumió su sexualidad sin culpas. Llegó buscando una salida y se encontró a sí mismo. Entonces descubrió cuánto de verdad debe tener la literatura para que sea capaz de cambiar algunas vidas: “Es casi imposible guardar un gran secreto en tu corazón y ser un buen escritor”.
Publicado en Brando