“Un chico de diecisiete años (cumpliría los dieciocho en marzo) circulando por Mulholland en un Mercedes descapotable vestido con uniforme de colegio privado y con las Wayfarer puestas constituye una estampa de cierto momento imperial del que, a veces, era autoconsciente”. Niños ricos que tienen tristeza: en Los destrozos, su sexta novela recién publicada, Bret Easton Ellis escribe casi setecientas páginas sobre un adolescente y sus amigos en Los Ángeles a principios de los 80. El lector avispado podrá advertir rápido que es una fábula de iniciación, pero va más lejos: si en Psicópata americano, su obra cumbre, Ellis definió la taxonomía del yuppie, acá desmenuza la psicología del nepo baby.
Al borde de los 60, en su nueva novela Bret Easton Ellis resignifica sus dos mejores libros, Menos que cero y Psicópata americano.
Según el Urban Dictionary, “el hijo de un famoso actor o celebridad que se vuelve famoso debido al nepotismo” (la preferencia desmedida a favor de los parientes). “Aww, ¡miralo! Tiene los ojos de su madre. Y el mismo representante”, se burló el título de tapa de la revista New York frente al fenómeno de época: una multitud de buenos-para-nada que heredan de sus padres las ventajas asociadas a la fama. En Los destrozos, el mismísimo Bret narra la historia en un ejercicio de autoficción falseada (“a excepción del propio autor, cualquier parecido con personas vivas o muertas es pura coincidencia y no responde a la realidad”) y se sitúa como el miembro más paranoico de un grupo de adolescentes millonarios que experimentan con el sexo, las drogas y el alcohol en el último año de la secundaria. El festín tambalea cuando llega un nuevo compañero de clase, un pibe con porte de estrella de cine y afable dios griego, justo en el momento en que también aparece el Arrastrero, un asesino serial de jóvenes y mascotas.
El otoño de 1981 se insinúa como el escalón final de la edad de la inocencia: “Ahora puedo atestiguar que aquel domingo de septiembre fue una de las últimas noches, si no la última, en que fui completamente feliz y no reinaba el miedo”, escribe Ellis en su Gran Novela Californiana, una que comparte multiverso con Érase una vez en Hollywood, la de Tarantino, pero una década después. El presagio ominoso de una amenaza externa es lo único que ensombrece la vida de los herederos dorados, criados al sol de Los Angeles: “Nada en aquel almuerzo inicial daba indicios claros de lo que nos sucedería aquel otoño pero, si echo la vista atrás, todo estaba plagado de pistas”. Al borde de los 60, y después de unos cuantos pifies, Ellis resignifica sus dos mejores libros, Menos que cero, donde narraba la orgía hedonista del hijo de un magnate, y Psicópata americano, donde la sangre humana era la droga más adictiva del que mataba por capricho o tedio.
Devoto asumido de Stephen King y Joan Didion, se consagra como un entomólogo de la adolescencia, a la que define como un estado de mente aunque hay acá, más que nada: un estado demente. La ultraviolencia y la paranoia sacuden el piso de un grupo de amigos acomodados por herencia: si es cierto que “los ricos son diferentes” (lo dijo Francis Scott Fitzgerald en su relato “El joven rico” y lo ratificó un best seller de los 70), el privilegio de clase hace del nepo baby alguien que se pasea por la vida en estado de posibilidad pura y suspensión moral, acechado por la sombra del que viene a quitarle algo valioso, la fantasía del principito.
Publicado en La Nación