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La teoría del todo

En la esquina más famosa del mundo, los enormes carteles de neón esta noche no encandilan con anuncios de cervezas, de autos o de computadoras: muestran a dos tipos, uno flaco y dientudo y otro gordito y pelado, discutiendo sobre la conveniencia, o no, de abrocharse el segundo botón de la camisa. Hace calor en este jueves 14 de mayo de 1998 y aunque la tortícolis amaga con expandirse como una epidemia por Times Square, las multitudes miran hacia arriba: las pantallas emiten el último episodio de Seinfeld y aunque aquí las personas puedan contarse de a cientos (¡miles!), en todo el país son millones: más de ochenta, la tercera parte de la población de los Estados Unidos. La casualidad quiso que yo esté ahí mismo esa noche, en la ocasión que los diarios definieron como “la más importante experiencia catódica de la década”, mirando televisión en pantalla gigante con una legión de desconocidos, unidos en lo que se percibía como un acontecimiento histórico. De aquello se cumplen ya veinte años y la efeméride marca el vigésimo aniversario de mi primera visita a Nueva York, la ciudad a la que iría todos los años desde entonces, y del final del programa que clausuró un género: la comedia de situación.

Hace treinta años empezaba Seinfeld, la sitcom que cambió la televisión para siempre.

 

La sitcom terminó aquella noche, con Seinfeld: el género nacido en la televisión estadounidense en los 60, cuyas situaciones se desarrollan con los mismos personajes, en ambientes invariables y con risas del público, jamás pudo superar la gesta de Jerry Seinfeld, tan heroica como prosaica. “Lo malo de la televisión es que todo el mundo que sale está haciendo algo mejor que lo que estás haciendo vos”, dice en el monólogo inicial del quinto episodio de la segunda temporada (“La llamada telefónica”): “Nunca se ve a nadie tirado en el sofá, mirando televisión con papas fritas en la cara”. En 180 episodios, Seinfeld se ocupó de los dilemas frente a los lavarropas rebeldes, de la tiranía de un fanático de la sopa, del sadismo de los recepcionistas de los restaurantes o de las reglas de etiqueta en una playa de estacionamiento. La experiencia humana no es grandiosa sino, más bien, miserable. Esta serie la convirtió en fuente de inspiración y así revolucionó para siempre el humor televisivo, que abandonó el sketch con remate y abrazó el monólogo cínico. Ya no se clausuró ninguna gracia con un ruidoso “¡patapúfete!” sino con una duda amarga: “Doctor, ¿cuánto me queda?”.

“Como monologuista, Jerry Seinfeld abrió un nuevo camino y, como serie, Seinfeld cerró para siempre un camino”, dice Sebastián Wainraich, animador y comediante: “Es muy difícil, casi imposible te diría, que después de Seinfeld pueda generarse una comedia parecida. El chiste de que era una serie sobre la nada, pero que en realidad era sobre todo, es inigualable. Y nos hizo reír muchísimo pero detrás de esa capa de risa estábamos viendo la vida en la gran ciudad: la soledad, la dificultad de relacionarnos con otras personas, el aislamiento, la neurosis y hasta los problemas filosóficos o sociológicos”. En escasos veintitrés minutos, cada episodio de Seinfeld (sus nueve temporadas están disponibles en el servicio de streaming de Amazon Prime) es un módico tesoro filosófico que examina la vida con alevosía y humor. Si fuera cierto el mito que dice que Frank Sinatra murió mirando el último capítulo (parece que lo es), el acto tendría el peso de una alegoría: el final del macho-alfa, emblema del norteamericano que resuelve las cosas a las piñas o los tiros, y el reemplazo por un hombre común atribulado por los miedos y las obsesiones.

Después de Seinfeld, los nuevos antihéroes fueron casi normales: con el primer episodio de la serie, estrenado el 5 de julio de 1989, ingresó el tipo común a la televisión, un espacio que hasta entonces estaba dedicado a los agentes secretos, los exsoldados con ansias de venganza o los hombres nucleares. Ya habitué de las películas de Woody Allen o los libros de Philip Roth, el neurótico citadino ocupó por primera vez el horario central de la televisión de aire (con escasa visión de futuro, los ejecutivos de la NBC dijeron que Seinfeld era “demasiado judío” y le auguraron un fracaso casi seguro). Con sus pequeños logros y enormes inseguridades, el tipo común conquistó el prime time, inspiró a una infinita legión de nuevos comediantes, hizo de la cháchara inútil una reflexión socrática y hasta bautizó un estilo en la moda, que se volvió muy popular gracias a los vaqueros celestitos y las zapatillas blancas de Jerry o las camisas estampadas de Cosmo Kramer: el normcore, o anti-estilo, la manera de vestir de forma convencional y de espaldas a las tendencias, o el equivalente en la moda al jogging que uno se pone para mirar televisión con papas fritas en la cara. Si el tipo común revolucionó la narrativa televisiva y difuminó los límites entre la bondad del héroe y la maldad del villano, ¿cuánto le deben Tony Soprano y Walter White a Jerry Seinfeld?

En el libro Seinfeldia, uno de los tantísimos estudios culturales dedicados a analizar la comedia televisiva, la crítica Jennifer Keishin Armstrong recuerda que la idea original de la serie era simplemente “mostrar a dos tipos hablando” sobre las cosas cotidianas de la vida y que esa clase de arte (la conversación) permite comparar a Seinfeld con dramaturgos como Samuel Beckett o Harold Pinter, que hicieron del diálogo una disciplina elevada. Criado en la era electrónica, Jerry llevó sus dilemas a la televisión, donde los debates existencialistas se convirtieron en comedia (o en pequeñas tragedias, como aquella vez que los padres de George Costanza sorprendieron a su hijo en plena autosatisfacción: con las manos en la masa). Según Keishin Armstrong, es posible comparar a Jerry con Sócrates y a George con el hombre sin virtudes de Aristóteles, así como se puede analizar a Kramer según la angustiosa visión existencialista de Kierkegaard. El egoísmo, la mezquindad y el ensimismamiento no están sólo en las tragedias griegas: aparecen también cuando uno debe presentar la declaración jurada y a la contadora la internan en un psiquiátrico.

Una vida examinada

“Veinte años después, lo que más me aportó Seinfeld fue la posibilidad de monologar y hacer humor sobre las cosas más sencillas y cotidianas de la vida. Y bucear en lo simple, que es la base misma de una serie que es sobre nada y sobre todo a la vez”, dice Roberto Moldavsky, maestro local de la comedia de costumbres: “Es más, yo escribí cosas que no le había visto a Seinfeld y después alguien me dijo que él cuenta algo parecido… ¡No es que él me copie a mí, ja! Pero en algún momento tuve que dejar de verlo: no quería escuchar sus monólogos por miedo a oír algo que él hubiera escrito y no poder escribirlo yo después. El mayor aporte de Seinfeld para el stand up fue la capacidad de tomar cualquier tema menor y convertirlo en algo muy gracioso”. La experiencia individual se vuelve universal cuando explora las zonas comunes de los humanos. Una fría noche de 1988, Jerry y su amigo Larry David quedaron para comer en un mercadito coreano del Upper East Side de Manhattan. Los dos salían de presentar sus monólogos en clubes de comedia y Jerry necesitaba el consejo de un amigo ante la propuesta que podría cambiar su vida: protagonizar su propia serie. Enseguida empezaron a divagar sobre los delirantes productos exhibidos en las góndolas. “¿Por qué la gelatina coreana tiene forma de gelatina y no, quizá, de espuma o de aerosol?”, preguntó Jerry y Larry respondió con un sonoro eureka: “Ésa es la clase de discusión que no se ve en televisión”.

En sintonía con toda la filosofía occidental desde los presocráticos hasta hoy, lo valioso de Seinfeld no sería tanto que tenga las respuestas como que sepa hacer las preguntas. Sin ideas más originales, aquella noche Larry sugirió a Jerry que hiciera una serie sobre sí mismo, con las pequeñas dudas existenciales de un comediante pulcro y neurótico en la Nueva York de los años 90. “¿El Jerry de la ficción es igual al Jerry real?”, se cuestiona el filósofo estadounidense William Irwin en el revelador libro Seinfeld and Philosophy: A Book About Everything and Nothing: “La respuesta fácil es que no: uno es el personaje de la TV y otro es la persona real”. Pero los dos son tan parecidos que es posible confundirlos: mucho antes de la abulia exhibicionista del reality, Seinfeld legó para la posteridad un modelo de humor afanosamente inspirado en hechos reales.

“Toda la discusión sobre ficción y realidad con Jerry nos conduce a la relación de ficción y realidad en las obras de Platón”, escribe Irwin. Se sabe que muchas de las obras de Platón están inspiradas en las enseñanzas de su maestro, Sócrates, que no dejó nada escrito (y éste es el que se conoce como “el problema socrático”: ¿cómo saber si los escritos de Platón son transcripciones veraces del pensamiento de Sócrates o si están contaminados por sus propias opiniones del mundo?). Según Irwin, “Sócrates nos dijo que ‘la cosa más grandiosa en la vida del hombre es pasarse el día discutiendo la excelencia humana y otros temas de los que me habrán oído hablar, examinándome a mí mismo y a otras personas…’”. En su Apología, Sócrates concluye: “Una vida no examinada no merece ser vivida”. En lo concreto, ¿hasta dónde es digno que se someta un hombre con tal de recibir una ración de la sopa más deliciosa de la ciudad? ¿Cuáles son los límites de la dignidad? ¿Y del orgullo? “Jerry podría no tener el mismo ímpetu hacia el pensamiento que tuvo Sócrates, pero yo sugiero que hay similitudes entre los papeles que ambos desempeñan en sus comunidades”, dice Irwin: “Jerry, como Sócrates, provoca a sus amigos y a su audiencia al traer a la mente temas sobre los que no habrían pensado demasiado de manera común”. 

Para Sócrates, las preguntas son tanto (o más) importantes que las respuestas. Y el humor de Jerry a menudo toma la forma de preguntas en una búsqueda cómica de la esencia de las cosas. “¿Estás aunque sea vagamente familiarizado con el concepto de regalar algo?”, pregunta al muy tacaño George y del diálogo podrán obtenerse reflexiones hilarantes y lúcidas sobre la caridad, la Navidad o el dinero así como se aprenderá una módica lección sobre la libertad individual al quejarse de los baños públicos en una playa de estacionamiento. Igual que Sócrates, Jerry también usa la ironía para comunicarse con los demás, congelado en el gesto amable de aquel que es incapaz de discutir fuerte con otra persona aunque pueda herirla con dialéctica: abusando del sarcasmo hasta volverse tan insidioso como su madre cada vez que le pregunta si tiene novia.

“El personaje de Jerry tiene una vida examinada pero eso no significa que tenga una vida ejemplar”, concluye Irwin: “Al principio de la serie, Jerry parecía ser ‘el normal’ del grupo. Por lo menos, George y Kramer parecían chiflados en comparación. Pero a medida que la serie avanzó aparecieron las flaquezas de Jerry. Él es neurótico, inconstante y obsesivamente pulcro. Puede tener algún código moral primitivo, o al menos algún sentido de comportamiento, pero está totalmente absorbido por él mismo. Como Sócrates, no está más conectado con los otros que consigo mismo”. Después de nueve años de mostrarnos el rostro más individualista de la vida en la ciudad, en el último episodio Jerry termina preso por violar la ley del buen samaritano al negarse a ayudar a la víctima de un robo (no es spoiler: pasaron veinte años). Absorto ante sus propios problemas, Jerry es egoísta hasta el final y la última imagen que nos ofrece es la de él mismo repitiendo sus rutinas cómicas frente a los demás presos, siempre en búsqueda de la admiración ajena. Desconcertado frente a un pote de gelatina coreana u ocioso en la cárcel, Jerry se hace preguntas de gravedad existencial para un ser humano de hoy. ¿La sopa es una comida? ¿Cuáles son las reglas para romper con alguien por teléfono? ¿Superman tiene un supersentido del humor? 

La divina comedia

“¿Ya pasaron veinte años? Creo que Seinfeld influyó a la comedia mundial porque Jerry fue el primero que se hizo tan conocido en todo el planeta: el stand up de los bares existe desde mucho antes que él, pero Jerry fue como David Copperfield para la magia”, dice el comediante y mago Agustín Aristarán, más conocido como Radagast: “Nos influyó a todos, afuera, acá y en cualquier parte. Es un pionero, no hay nada que decir más que alabanzas al maestro”. Más que ningún otro, Seinfeld revolucionó la comedia de escenario, que saltó de los sótanos con mala ventilación a la televisión internacional (en las primeras temporadas, cada episodio empezaba y terminaba con un pequeño monólogo de Jerry frente al público de un café-concert; hacia el final eso se discontinuó y la serie se concentró en las escenas guionadas de sus cuatro protagonistas). ¿Cuánto se le debe a Seinfeld que el stand up hoy tenga un teatro propio en Buenos Aires (el Liceo), un canal de televisión dedicado al género (Comedy Central), especiales grabados para Netflix, un star-system incipiente y que se multipliquen las escuelitas donde enseñan a hacer humor a partir de la frase “no sabés lo que me pasó”?

Para Wainraich, “Seinfeld legalizó y profesionalizó aquello que parecía imposible de hacer: la ocurrencia, la observación, el detalle. Trabajarlo y llevarlo al escenario sin perder la frescura de lo amateur. Eso de generar empatía con el público y, sobre todo, con futuros comediantes que lo observábamos y decíamos: ‘Ah, mirá cómo se puede hacer esto. ¡Y lo bien que lo hace!’. El género me gusta desde hace mucho tiempo, incluso antes de descubrirlo a él, y había otros comediantes muy geniales como George Carlin y Bill Hicks que estaban metidos en temáticas más pesadas, sociales o profundas. Pero Seinfeld fue a un costado más cotidiano y abrió un mundo nuevo”. Si aquellos se propusieron propagar una crítica ácida al gobierno o la sociedad (es célebre el monólogo Siete palabras que no se pueden decir en televisión, de Carlin), Jerry parece blindado ante la realidad: no hay demasiadas referencias políticas, históricas o económicas porque el tipo común nunca se cruza con los mejores próceres o los peores villanos. Aun así, habría sido interesante saber qué habrían dicho Jerry, George, Kramer y Elaine después del 11 de septiembre.

La de Seinfeld es una fábula urbana que tiene lugar durante el renacimiento de Nueva York, justo cuando la capital del mundo dejó de ser un centro de contracultura. En pleno mandato de “tolerancia cero”, la gestión del alcalde Rudolph Giuliani modeló una ciudad que fue perdiendo sus negocios de barrio y sus centros comunales, reemplazados por cadenas minoristas impersonales y torres de lujo. Ésa es la Nueva York que conocí aquel mayo del 98 (aunque en mis sueños más afiebrados fantaseo que viajo hacia lo imposible: treinta años antes, a la Manhattan de los artistas y poetas decadentes del 68). Casi transformada en una Dubai con inviernos crudos, la Manhattan de Seinfeld es una ciudad rendida a los intereses inmobiliarios, donde conseguir un departamento para alquilar es tema de discusión para una temporada completa y el egoísmo consorcial se impone ahí donde debería haber buena voluntad entre vecinos. 

El miércoles 13 de mayo de 1998, un día antes del gran final, en la serie Dharma & Greg se produjo otro hito módico en la historia de las sitcoms: sus protagonistas pretendieron tener en sexo en público con consecuencias graciosas. El remate lo explica: ¿qué problema habría con desnudarse en la calle si todo el mundo estará encerrado en sus casas mirando el último episodio de Seinfeld? Las comedias dialogaron entre sí porque no se hablaba de otra cosa: los 80 millones en sus hogares y miles de ellos al aire libre, en las pantallas publicitarias de Times Square, donde se exhibió con subtítulos a prueba de miopes. Sin subtítulos se dio en Latinoamérica: en una apuesta televisiva a la altura del fenómeno, aquella noche de jueves el canal Sony transmitió en simultáneo con la NBC las imágenes del último episodio aunque, lógicamente, no se llegó a traducir. Hubo que entender, o adivinar, lo que Jerry decía sobre el segundo botón de la camisa.

Desde entonces, el David Copperfield de la comedia ingresó en el mágico mundo de los récords: se dijo que rechazó la oferta inaudita de cinco millones de dólares por capítulo a cambio de una temporada más, que el suyo fue el primer programa de televisión de la historia en vender un minuto de publicidad por un millón de dólares (hasta entonces, sólo la final del Super Bowl alcanzaba esa cifra) y que Jerry, tan hastiado como cualquier otro multimillonario ocioso, había comprado los derechos de Superman, el personaje del que es fanático y que aparece de alguna manera en todos los capítulos de Seinfeld (falso), y que tenía una colección invaluable de cincuenta autos antiguos (verdadero): algunos de ellos son los que conduce con buen pulso en Comedians in Cars Getting Coffee, la serie que puede verse en Netflix en la que Jerry lleva a comediantes a comprar un café y, en el tránsito de un lugar a otro, conversan sobre la vida.

En el minuto final y en la esquina más famosa del mundo, la carcajada explosiva muta en desconsuelo. Somos miles que no nos conocemos pero sentimos lo mismo: el duelo prematuro ante la ausencia y la expectativa por un regreso (en el 2009, once años después de la despedida, se reunieron para la serie Curb Your Enthusiasm de Larry David, el cocreador de Seinfeld, pero el regreso dejó el sabor amargo de lo cínico: los cuatro comediantes se interpretaban a ellos mismos, no a sus personajes). Volver sería algo “patético y desesperado”, repite Jerry desde entonces. Si un antropólogo del futuro quisiera estudiar cómo era la vida en una gran ciudad a fines del siglo XX debería mirar todos los capítulos de Seinfeld: aun sin saber demasiado de nada, en una mesa de café, cuatro amigos tuvieron la teoría del todo.

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.