“Baumgartner está sentado a su escritorio de la habitación de la planta alta, que, según los casos, denomina estudio, cogitorium o madriguera”. Cuesta creer que estas vayan a ser las últimas primeras palabras de una novela de Paul Auster, probablemente el escritor contemporáneo estadounidense favorito de los argentinos. Prolífico hasta el final, dejó como legado un libro recién publicado acá: Baumgartner, donde el autor moribundo invierte la carga del duelo porque es la historia de un profesor de Filosofía setentón que todavía llora a su esposa tras una muerte repentina casi una década atrás.
La última novela publicada de Paul Auster deja su lección final: “Vivir con miedo a perder es negarse a vivir”.
Buena parte de nuestra juventud está escrita con primeras palabras de Auster: sus temas favoritos (la duda existencialista, el eco del azar, el esnobismo francófilo, el capricho del destino, la extrañeza en lo cotidiano) congenian con algunos espíritus adolescentes. Muchos de sus temas son afines al tránsito hacia la adultez y se me ocurre que, para mi generación, Auster tuvo el halo iniciático que para una generación anterior tuvo Herman Hesse y para otra más, J.D. Salinger. Tuve el orgullo infinito de hacerle una de sus últimas entrevistas, unos días antes de anunciar aquello que los diarios llaman, con el pudor que se guardan en las páginas policiales, “una cruel y penosa enfermedad” (a partir de entonces, su esposa Siri Hustvedt fue musa y vocera). Los nervios por mi manejo escolar del inglés se aliviaron con la primera sonrisa de Auster, un ogro amable con una inocultable simpatía por la Argentina, de la que destacó junto a Siri algunos de sus hitos constitutivos: un mejunje de crisis, creatividad, humor, psicoanálisis y comida. El más argentino de los escritores neoyorquinos interpretó como pocos el compás de un país imprevisible: su música del azar.
En Baumgartner, la senectud se transforma en vitalidad cuando el profesor enfrenta la jubilación inminente y entonces empiezan a cruzarse los caminos posibles del destino: está un poco disminuido, nada grave, y en cada pequeña aventura diaria encuentra un desafío o una moraleja. Y si entonces lo invade una repentina vitalidad, la parábola es todavía más dolorosa: esta es la última novela de Auster, la que escribió ya estando enfermo (desde el misterioso territorio de “Cancerlandia”, según Siri), en la que imaginó una vejez vital. Se dijo que Baumgartner es una “novela preciosa sobre el consuelo de la memoria”: el torrente de recuerdos devuelve las ganas de respirar del profesor. Lleno de metáforas, está listo para dar su lección final: “Vivir con miedo a perder es negarse a vivir”.
¿Y el café?
“Café de por medio, vimos un grupo de cartoneros con caballos. Parecían un ejército. Nos miramos y dijimos ‘esto es El país de las últimas cosas’”. Así recuerda el director argentino Alejandro Chomski el encuentro porteño con Paul Auster donde se decidió llevar al cine una de sus novelas más dolorosas. Ciudadano ilustre de Brooklyn, el distrito neoyorquino que hoy tiene la mayor densidad de cafeterías de especialidad por metro cuadrado, Auster vivía cerca de Joe, un barcito donde el nombre alude a la manera familiar de pedir un café (“una taza de Joe, please”) y a la vez es el epítome del tipo común. Como era él, a pesar de tener millones de lectores/fans en todo el mundo. Para la evocación póstuma, así lo imagino: en la vereda al sol de Joe, tomando el café americano como un hombre cualquiera.