“¡Oh, Señor, mantennos en nuestro lugar!”. Cada mañana, los sirvientes de una mansión inglesa pedían en sus oraciones matutinas que Dios los conservara allí donde pertenecían: el sótano o el altillo. Tenían claro cuál era su sitio así como todo lo que no podían hacer: “No sonreirán por las anécdotas que cuenten en su presencia, ni demostrarán en modo alguno que escuchan las conversaciones familiares, ni las charlas en la mesa ni con los visitantes, ni intervendrán en ellas”, y mil prohibiciones más, como acredita Nunca delante de los criados, el libro que el periodista inglés Frank Victor Dawes escribió hace cincuenta años y que se reedita ahora: mientras se filma la tercera película de Downton Abbey, una disección del servicio doméstico en el Reino Unido, el país que inventó a las sirvientas.
Un libro revelador sobre la vida cotidiana del servicio doméstico en Inglaterra, el país que inventó a las sirvientas.
En 1972, durante el furor por la serie Los de arriba y los de abajo, que narraba los días de una familia aristocrática y sus empleados, Dawes publicó un aviso en el Daily Telegraph pidiendo anécdotas. La respuesta fue impresionante: llegaron más de setecientas cartas y él, que era hijo de una mucama, decidió escribir este libro, un retrato descarnado de la vida cotidiana de mayordomos, lacayos, cocineras, niñeras, gobernantas, doncellas, institutrices y pajes, según el rígido organigrama de una casa de la clase alta. Si Downton Abbey o Los de arriba… idealizan las costumbres heredadas de la era victoriana, con tramas que instalan un micromundo apacible basado en la entrega incondicional de los sirvientes y la integridad moral de los patrones, la realidad era muy distinta: como escribió una mucama a Dawes, “el sistema era una prolongación de la esclavitud, con la diferencia de que podías renunciar y marcharte en vez de tener que quedarte de por vida”.
Los mucamos comían los huesitos de los manjares que sobraban de las mesas de arriba, solo se podían bañar una vez a la semana y dormían en el sótano o el altillo, sin calefacción ni luz eléctrica, a veces compartiendo camas con colchones llenos de nudos. En Nunca delante de los criados, Dawes satura el anecdotario con costumbres arcaicas: hace cien años, a la llegada de un diario del domingo como este, la criada lo planchaba, lo cosía con hilo para que el señor no lo desarme y perfumaba las páginas del suplemento femenino para que la señora no huela la tinta. Es un régimen desaparecido, pero que tiene ecos en nuestra época: aún existe el problema semántico de aquel que dice “la señora que me ayuda en casa” en tanto le niegue el estatus de trabajadora, y en una entrevista reciente la escritora argentina Claudia Piñeiro contó que el único desacuerdo que tuvo con sus editores españoles fue que ellos quisieron reemplazar “empleada de la casa” por “sirvienta” en uno de sus libros, y a ella le pareció inaceptable.
“Se los trataba de forma abominable para nuestros estándares actuales, no necesariamente porque fuera con crueldad, sino porque se los consideraba seres inferiores”, concluye Dawes. Más allá de la anécdota, su obra es reveladora sobre la precariedad laboral, el abuso de autoridad o la consideración social que se les da a quienes cuidan de las casas, personas a menudo tratadas como muebles: no era raro que el personal de servicio estuviera incluido en las mansiones que se ponían a la venta o alquiler, aun menos valiosos que una cocina a gas o una cama con dosel.
Publicado en La Nación