La puerta de su departamento, las bandas de tela con que envuelven a los bebés, la bata de un recién nacido, el pastel de arroz en forma de luna, la niebla: la enumeración de una lista banal de cosas blancas, aparentemente tan antojadiza que podrían agregarse la carrocería de una heladera o la porcelana imposible de los dientes de un actor de cine, sirve a la escritora coreana Han Kang para un ejercicio de introspección y autoconciencia. En Blanco, la última ganadora del Nobel de Literatura compone un libro invernal de prosa poética donde condensa la dualidad de su obra: el color acromático es sinónimo de pureza pero en algunas culturas es el símbolo del luto.
En Blanco, la última ganadora del gran galardón de la literatura compone un libro de prosa poética donde condensa la dualidad de su obra.
“Sentí que sí, que necesitaba escribir este libro y que el proceso de escribirlo sería transformador, se transformaría en algo así como un ungüento blanco aplicado sobre una hinchazón, como una gasa colocada sobre una herida”, escribe la narradora, marcada por una experiencia no vivida que la condenó a la tristeza. Es una meditación autobiográfica sobre la vida y la muerte: en la escasa trama, ella se muda sola desde Seúl a una ciudad europea cubierta de nieve que le recuerda el dolor ancestral que siente por el fallecimiento de una hermana a la que no llegó a conocer. Con pocas palabras describe la tragedia de su madre, una mujer que a los veintidós años tuvo que parir sola a una bebé prematura que vivió apenas dos horas. Ese dolor atávico se transmite por sangre. “De modo que parece que el lugar al que huyo no es tanto una ciudad al otro lado del mundo como más adentro de mi propio interior”, analiza la narradora y en la lista de los blancos (puerta, bandas, bata…) conjuga lo trivial con lo histórico: la vida fugaz de un pañal o la herida eterna de una ciudad no nombrada a la que Hitler quiso barrer hasta dejar sin existencia.
“La de Kang es una escritura torturada, denunciativa, a momentos perturbadora y seca, que hurga en la herida, se formula preguntas incómodas y persigue demonios”, escribió el crítico español Antonio Lozano en el diario La Vanguardia: “Al mismo tiempo, busca la ternura y la calidez, se ensimisma en los destellos de belleza que nos rodean, no renuncia a celebrar los rincones poéticos del mundo, le canta al amor y a la amistad”. En Blanco, una rareza entre sus otras cuatro novelas recién publicadas acá (se lo definió como “un libro de oraciones secular”), el contraste es brutal: la viajera admira la ciudad a la que llega, sepultada por una nevada que borra los detalles de su pasado, pero el peso opresivo de esa belleza le devela la impotencia del traslado. Uno siempre viaja con uno. Así, aquella lista que a simple vista parecía caprichosa es un sumario de los objetos blancos que integran los rituales del duelo y el recuerdo. A través de la descripción de esas cosas cotidianas, indaga en las raíces del dolor heredado y en la alquimia devela aquello que nace puro y se vuelve oscuro: “El vestido de bebé de la niña se convirtió en un sudario. Sus pañales se convirtieron en un ataúd”.
Si es cierto que no se piensa en el verano cuando cae la nieve, lo opuesto también es verdadero: ¿quién piensa en la nieve un domingo de enero como este? La lectura de Blanco deslumbra con una claridad inequívoca: la vida no es más que la sucesión de unos instantes, de un color y otro.