El sommelier de café confiesa sus sufrimientos de niño poco hábil. Por suerte, hubo redención.
Pan-queso. Pan-queso. Pan-queso. Uno para acá, otro para allá. Yo, sentado. En cada clase de educación física, una certeza: “Otra vez quedo para el final”. Ultimísimo entre los últimos, era el patadura al que ningún equipo quería, ni para el arco o la defensa, las posiciones menos codiciadas. Cada martes o jueves en el Parque Sarmiento, un anhelo secreto (“¡que llueva!”) y un ritual que, aun repetido o previsible, era angustioso en su invariable derrotero: vivía mi propia eliminatoria para un Mundial escolar en la que quedaba, inevitablemente, afuera de los elegidos. Siempre.
En la rígida organización del colegio católico, las chicas jugaban al vóley y los varones, al fútbol. No había alternativas, como creo que sucede ahora en escuelas más progresistas: ni disciplinas aeróbicas que fomenten las virtudes atléticas (siempre se me dio bien correr) ni el cambio de deporte, que para curas y profesores era una intolerable forma de travestismo. Jugar bien al fútbol (o, simplemente, jugar) era una clase de expertise de lo masculino que parecía heredarse de manera atávica y sin la cual el no dotado vivía en falta capital: era un eunuco social en los tiempos de las primeras socializaciones, los años en que los cumpleaños se festejaban en una canchita y el virtuosismo de un 10 se valoraba en tanto correspondiera a la camiseta de un goleador y no a la nota en un examen de Historia.
“En el deporte, el hombre no se enfrenta directamente al hombre; entre ellos hay siempre un intermediario, una bola, una máquina, un disco, una pelota”, escribió Roland Barthes: “Y esta cosa es el símbolo mismo de las cosas: uno es fuerte, hábil y valiente para poseerla, para dominarla”. Si el fútbol, aun en su forma más primitiva, la del potrero, representa el combate fatal de la vida como sucedáneo de los antiguos duelos, aquel que no domine la pelota estará incapacitado en su función como hombre. Parece exagerado, pero así se vivía en los años de mi infancia (los ’80): fascinados por el fulgor casi simultáneo del cometa Halley y del barrilete cósmico, mi escuela tenía su propio star-system varonil, que era el de los galácticos que tenían mayor habilidad con la pelota. Yo me quedaba afuera. Era ajeno en la práctica y distante en las chácharas previas y posteriores: si fuera cierto ese eslogan publicitario que dice que “la vida es eso que sucede entre Mundial y Mundial”, ni siquiera en julio del ’86 me sentí tocado por nada que sucediera adentro de una cancha.
En mi maravillosa vida breve como alumno católico, cada pan-queso fue una penitencia. Pero un día de mi séptimo grado tuve una epifanía para el final feliz en la parábola del patadura: estático cerca del poste derecho del arco, lejano de toda gambeta, relaté una jugada en voz alta. Me cebé. Imité los modismos con fritura de AM, exageré el fervor dramático alimentado por los libros de Elige tu propia aventura y grité el gol con una “ooooooooo” sostenida. Era imposible que supiera que estaba cimentando mi futuro como hombre de radio. Pero, aun en la torpeza deportiva, por primera vez fui parte del equipo: me uní en el abrazo del festejo y, aunque después de esa tarde seguí quedando último en el pan-queso, encontré mi lugar en la cancha, que para mí entonces era lo más parecido a encontrar un lugar en el mundo.
Publicado en Brando
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