Una cuestión de orgullo nacional: en Moscú, nadie pero nadie habla inglés y el que habla se hace el que no entiende. Aunque los Beatles nos hayan hecho creer en el idioma de la Reina que “las chicas de Moscú me hacen cantar y gritar” (Back in the USSR) y el mito popular repita que tocaron en vivo y en secreto para los jerarcas del Soviet Supremo, es el idioma del enemigo y, encima, del que ganó. Por eso, en esta esquina de la recoleta avenida Tverskaya, donde están los Marriott, los Sheraton y los Four Seasons, en esta esquina se esconde casi con pudor el CTAPbAKC que planta bandera verde en el imperio rojo: Starbucks, en ruso. La internacional cafetera homologa interiores allá donde se presente, con ligerísimas señas de identidades nacionales: un vasito térmico con el dibujo de una mamushka, los tazones que en mi patria reproducen un glaciar como ícono criollo (¿dónde vivo, en Alaska?) y que acá replican la postal turística del Kremlin, y un hogar eléctrico, con fueguito y todo: leo que, durante al menos dos semanas entre diciembre y enero, la temperatura se estira hasta los 30 grados. Bajo cero.
Ajenos al pasado soviético, en sus celulares inteligentes se concentran los jóvenes BoBos (no tontitos: “bohemios-burgueses”, que acá los hay) y, junto al mostrador, se ofrece para llevar una variedad superpremium: como en la tarjeta de crédito, con paquete negro, el nuevo color del lujo total. Etiquetada como “Especial La Candelilla“, la caja de cartón troquelado muestra una foto caribeña y precisa el origen: Tarrazú, Costa Rica, terruño donde los cafetos crecen en la calle o al costado de la ruta, edén o infierno para el perdido por la infusión. El texto en español se lee con la extrañeza de los primeros avisos de un extraterrestre, pero un esperanto cafeteril hermana a los pueblos en la comunicación más básica: “Latte”, balbuceo trémulo, y un delantal verde empieza a calentar la leche.
Publicado en Clarín.
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